lunes, 6 de enero de 2014

LLORAR

Llorar

La labor de una madre es llorar.
Llorar por un hijo enfermo.
Llorar por su futuro.
Llorar por su presente.
Llorar ha sido uno de los inventos más afortunados.
Se siente una redimida, aliviada, distraída, entusiasmada, deconstruida.
Al llorar se enjuga el dolor, se constriñe el ánimo, se alimenta el sinsabor.
Llorar y llorar sin parar.
Dejar que las lágrimas broten como un elixir de fantasía,
como una fuente, un manantial.
Llorar y degustar la calidez –a veces el frío-
descampado, tibio, lacerante.
Esa humedad que hiela, que marchita, que con su sal trasluce
las mejillas y los párpados,
 que suave, dulcemente, se cierran.
Cierran para dar paso a otra lágrima
y a otra
y a otra.
Lloro porque me acuerdo, porque me duele el recuerdo,
porque mis ojos están abultados; porque esperan las gotas que a veces arden
y gritan y concitan a más llorar y llorar.
Lloro porque no recuerdo, porque sé que el dolor está ahí
y sigue y sigue
y no cede.
Lloro porque quisiera empañar mi adentro como empaño el espejo;
porque las madres lloran
y las flores rezuman sus olores
y la cotidianidad es constancia de la vida.
Lloro porque el vacío me gobierna y me inunda.
Lloro porque me duele, ay, cómo duele
el llanto que está dentro y que desea brotar.

Susana Arroyo-Furphy





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