viernes, 21 de febrero de 2014

De Alberto Ernesto Feldman. Buenos Aires - Argentina

 Cerca del barrio chino                                        
   
       Por alguna razón que desconozco,  me obsesionó desde  niño  la  imagen de una joven oriental de oscuros  y enormes ojos rasgados, larga cabellera,  cuerpo  estilizado pero  generoso en sus formas, y  una boca cuyos labios carnosos están siempre abiertos en una  cálida y prometedora  sonrisa. 
   No puedo recordar, si es que alguna vez lo supe,  el origen de esta aparición en mis pensamientos,  mucho más frecuente cuando entré en  la pubertad, pero lo cierto es que me marcó a fuego hasta hoy.
     Nunca pude,  en mis treinta años de vida,  concretar ni  una sola  relación sexual;  tampoco una simple amistad, ni siquiera  una corta e intrascendente charla en un café con una compañera de  trabajo o de estudios.
  Tampoco la Psicoterapia pudo ayudarme: abandoné  hace un par de años mi último tratamiento, en desacuerdo con  la pregunta del terapeuta: -- “¿Y si comenzamos a definir para que lado queremos ir?…” le dije que se defina él,  que yo eso lo tenía claro,  que sólo debía encontrar a la mujer de mis fantasías o  dejar de esperarla, y   que estaba allí sólo  para que me ayude a definir justamente eso; dicho esto, me levanté y me fui.
  Desde entonces, decidí, o mejor dicho la inercia decidió por mí.  Seguiría como hasta entonces,  esperando. Esperé hasta que me desesperé, porque pasó el tiempo  y  la soledad me  fue abatiendo.  Caí en un profundo pozo depresivo.
     Hasta que hace unos pocos meses, la imagen presentida se corporizó. Con un vuelco en el corazón, comencé a verla en la calle, en el supermercado,  caminando delante mio  o cruzándonos al doblar la esquina.
    Al principio creí que mi antigua obsesión me estaba llevando  al delirio,  potenciada por la presencia en las calles de mi  barrio, cercano al Barrio chino, de numerosas muchachas de origen oriental, hasta que  con una mezcla de  ansiedad y alegría,  y para ser franco, casi al borde del infarto, comprobé, al  entrar juntos en el ascensor,  que ella,  la  Única, vivía en mi propio edificio,  diez pisos más arriba.
  Entonces supe que   el  destino,  el azar o como quiera que se llame, había  producido  el milagro de  hacer realidad  mi sueño recurrente, ofreciéndome la posibilidad de verla casi a diario, y quizás, si  podía desprenderme de  mi maldita timidez,   relacionarme con esa  adorada mujer, creada por la imaginación  para satisfacer  de algún modo mi deseo.
 Tal vez  no  sería  inútil el haberla esperado desde  siempre,  cuando  la soñaba, ansiando  que mi anhelo y la magia que la acompañaba, nos atrajeran uno al otro como un poderoso imán a un alfiler, rompiendo los diques a la llegada de  un  momento  que recordaríamos toda la vida. Soñaba con ese momento en que recibiría  la invitación tan  esperada a la Fiesta de los sentidos, al despertar del sexo.
   Posiblemente hubiera comenzado esa Fiesta con nuestro primer beso en la boca, acercando nuestros labios con  un impulso tal que nuestros  dientes chocarían,  (después nos reiríamos inocentemente de nosotros mismos, por ese comienzo).
    Jamás olvidaríamos  ese primer y delicioso contacto de nuestro  labios  oferentes,   temblones de pura impericia,   mientras mis manos en su piel y las suyas en la mía, tímidas e inseguras  al principio, pero ya lanzadas sin retorno,  explorarían y descubrirían el Nuevo Mundo que nuestros miedos y nuestra vestimenta ocultaban.  
     Por primera vez,  tomaría conciencia de la sutileza de la yema de mis dedos en sus pechos  suaves y  erguidos, de  la maravillosa sensación  eléctrica al contacto con sus pequeños  pezones enhiestos,  de la sensibilidad de cada pequeña fracción de nuestras pieles.
     Después…después… no sé, quizás aparecerían  otra vez  mis miedos y   no sabría continuar,  pero ella, con una sabiduría ancestral y una destreza intuida  apenas unos minutos antes, sabría como guiarme por  los senderos de nuestros cuerpos fundidos, mientras nos miraríamos profundamente  (ella con ojos vidriosos, yo respirando con dificultad), hasta permitirme ingresar en el tibio  templo  de su cuerpo estremecido.
 Y así podríamos seguir por los días de los días, tal vez años,  quizás por toda la vida, perfeccionando esa  maravilla que hace que el  Amor y el Sexo se mezclen y  terminen  siendo la misma cosa.
    Pero nada de eso  había ocurrido hasta ahora;  sólo mi deseo de ella, nunca satisfecho, me hizo imaginarla, y tal vez la fuerza de ese  mismo deseo la trajo  hasta mí  y me dio fuerza  para decirle,   a fuerza de encontrarnos en pasillos y ascensores en estos  días en que anudamos   una amistad con agenda abierta,  mirándonos con simpatía, diciendo  cosas graciosas que nos hacen reír y cosas serias  que sólo contaríamos a nuestros  mejores amigos; como por ejemplo, que  los  dos  tenemos  treinta años y ninguna experiencia amorosa.  En fin,   todas esas  cosas que hicieron que  hoy,  mirando nuestros relojes con impaciencia, intercambiemos  miradas de asentimiento y sin  que nos importe nada de nadie, abandonáramos esa  aburridísima   reunión de consorcio  tomados de las manos, y  caminando  lentamente por el  largo  pasillo, nos  digamos al oído  todo lo que  haremos   en esta  tibia noche de verano.
   Cuando cerré la puerta  del ascensor y pulsé el botón del  piso catorce,  nos abrazamos, y  como lo había soñado mil veces, mi respiración se  alteró y  los ojos hermosos  y  rasgados de la señorita Li  comenzaron a ponerse vidriosos;  sonrió con una sonrisa que yo conocía desde siempre y me  invadió la maravillosa sensación  de que el Cielo nos esperaba.

 Y hacia allí partimos.

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