© Susana Arroyo-Furphy
Al salir de la ducha cogió la toalla y de manera francamente envolvente la hizo bordear su cuerpo. Pensaba que había quedado como un rey azteca, un huey tlatoani.[1] Tenía regiamente puesto su tilmatli.[2] Qué lástima que no había reinas en el reino azteca, se decía. Mejor soy un tlamatini,[3] me agrada que a esa palabra no se le note el género masculino. Eran esos momentos sutiles, tibios, sin tiempo, sin prisas los que le llevaban a la niñez. Prepararse para el día como otrora lo hiciera para dormir.
Luego de la deliciosa envoltura de la tibia toalla, endulzada más aún con las suaves manos de mamá, quien ayudaba a secar su cuerpecito, y que con ligeras palmaditas la acercara a su cuerpo reconocía, siempre, ese olor a mamá; ese olor inconfundible que aún ahora tras varias décadas de vivir sola, sin ella, evocaba.
Esa mañana era igual a las otras, prisas al vestirse, tomar unos sorbos del aromático café chiapaneco que le era enviado cada mes, dos aspirinas para el eterno dolor de cabeza y dos o tres mordiscos a una quesadilla, producto de las gráciles manos de Lupita, quien más que una empleada doméstica era su asistente, amiga, consejera y compañera de sesiones televisivas hasta la medianoche.
Susana Arroyo-Furphy. En Recuentos Urbanos. Palabras y Plumas Editores. México. 2009
Susana Arroyo-Furphy. En Recuentos Urbanos. Palabras y Plumas Editores. México. 2009