sábado, 9 de enero de 2021

LAS HORMIGAS

 

Las hormigas

Susana Arroyo-Furphy

 Hace varios días tuve la idea de hacer una verdadera limpieza en mi escritorio. Soy editora de una guía de turistas y recibo textos y fotografías diariamente on-line, es decir, por medio del uso de internet. El ordenador se ha convertido en mi maestro, amigo, colega, lápiz, bolígrafo, cuaderno de notas, recordatorio, cómplice de aventuras y más actividades, usos y cualidades. Algunas son, como cualquier otra cosa en el mundo, no tan positivas, como cuando hay que limpiar la memoria caché, es decir la duplicadora de los datos; cuando hay que evitar la entrada de virus o males dañinos; cuando hay que reiniciar, restaurar o apagar para dejarlo descansar un rato, es decir, como todas las cosas del mundo requiere de paciencia, limpieza, buen trato y atención.

Todo lo que deseo o quiero encontrar está ahí, en este moderno aparato electrónico que hace las veces de compañero ideal pues aunque de cuando en cuando se queja, nunca me grita si bien exige ciertos cuidados. Así que, como decía, me dispuse a ordenar mi lugar de trabajo, mi lugar de trabajo pues por desgracia no todo está en el ordenador, también tengo una taza de café siempre cerca de mí, del lado izquierdo del teclado pues del lado derecho tengo el “mouse” o ratón y no quiero estropear algo importante si llegara a derramar algunas gotas. A veces traigo conmigo un par de galletas para sopear en el café pues me encanta hacerlo y creo que me relaja un poco, debido a la tensión diaria.

Tengo, además, varios juegos de gafas ya que mi vista ha decidido cansarse por las tardes y sufrir el agudo astigmatismo por las mañanas, por lo cual se encuentran diseminados algunos estuches y limpia-gafas, esas telitas cortadas siempre en la orilla de la misma forma con unas tijeras estriadas, para evitar que se deshilache el paño.

Los únicos compañeros de batallas que acompañan a mi ordenador son los papelitos de colores con pegamento, llamados post-it que a veces utilizo, en caso de extra-anotación. Tengo de varios colores, amarillo, rosa, naranja, verde y negro, para el cual poseo un lápiz color plata que me recuerda la psicodelia de los años ’70.

Hay una lámpara que tiene cierto estuche colgado hecho de tela que me trajera mi amiga Sue de la India, es lo que llaman batik y me lo obsequió para contribuir con la gama de estuches para gafas, pero yo lo uso para colgar papelitos de colores como recordatorios urgentes. Esa bolsita-estuche, cuelga de la lámpara y así tengo todo a la mano.

Un día me visitó uno de los autores de la guía y se apiadó de mi cojín del ratón, llamado pad, así que me ha regalado uno muy bello con un castillo que me parece es de Alemania, de Schwetzingen, pues tiene la forma de las grandes y soberbias construcciones casi cilíndricas que bordean el Rin.

Detrás del monitor de la derecha (tengo dos para editar), se encuentra una pila más o menos ordenada de libros y revistas que consulto como ayuda a mi trabajo; y detrás del de la izquierda está el micrófono y la cámara que uso cuando me tengo que comunicar con mis clientes. Sobre la unidad de procesamiento de mi ordenador (CPU) tengo algunas fotografías de familia, un calendario y un viejo sacapuntas con forma de barco que es, realmente, el único adorno de este lugar.

Los últimos objetos que quiero enumerar son: una cajita, en la cual guardo tarjetas de los clientes, una vieja libretita de direcciones, un espejito para ocasiones de emergencia (?) y algunos recibos pendientes de pago; una libretita roja con elefantes grises de la marca “kukuxumusu” que me alegra las tantas horas de trabajo y los CD’s con mi música preferida, un ipod nano para cuando me aburre la música preferida, y los auriculares.

Decidí limpiar cada objeto y retirar las cosas a las que ya no doy ningún uso. Pensé que debía conservar todo pues era y es mi mundo. Aquí paso más de ocho horas al día y he vivido así los últimos cinco años. Mi contacto con la gente y el mundo es a través de mi ordenador. Debo estar aquí, sentada, en buena postura y tratar de levantarme al menos cada dos horas. El médico me ha dicho que lo debo hacer cada 20 minutos y me hizo comprar un dispositivo que enciende una luz de alerta al cumplirse ese tiempo, pero me ponía muy nerviosa y no dejaba de verlo, así que decidí desecharlo.

La limpieza de mi escritorio me ha llevado varios días pues he decidido invertir la posición de los monitores y del CPU, solamente por diversión. Cuando llevé a cabo este proceso encontré un pequeño agujero debajo de la unidad. No le di importancia pues el escritorio es viejo y está parcialmente apolillado, así que continué con mi labor.

Al día siguiente tenía varios mensajes de clientes y amigos pero preferí dejarlos para más tarde, de lo contrario mi labor de organización nunca acabaría. Al filo del mediodía terminé, sonriente, y me preparaba al trabajo fecundo y creativo (eso me decía a mí misma para animarme). Decidí salir a comer antes de continuar o empezar con el trabajo de edición, y al regresar encontré que la pila de libros y revistas que había colocado en el lugar donde se encontraba antes el CPU estaba llena de hormigas.

¡Cuál sería mi sorpresa y desagrado al mirar de color negro mi taza de café! De inmediato la cogí y la llevé a lavar pero en el trayecto salían de la taza invadiendo mi mano y el antebrazo, me horroricé y la dejé caer para sacudirme de ellas. Muchas quedaron atrapadas en el fondo de la taza pero muchas recorrieron parte de mi cuerpo. Luego de haberme liberado de los minúsculos bichos, revisé cada uno de los libros y revistas, pensé que habría quedado un trozo de pan o dulce entre las hojas.

Mi trabajo esa tarde fue poco productivo, la idea de ser invadida por esos insectos me tenía molesta y desconcentrada. Esa tarde me fui temprano a casa, no quise salir con mis amigos de los martes pues me sentiría un poco tonta hablándoles de mi incidente “hormigueril”.

Laura me llamó por la noche mientras yo veía la televisión y me preguntó si estaba enferma, le dije que estaba cansada y tenía ganas de estar en casa, que había hecho limpieza en la oficina. Laura también veía la televisión en ese momento, pero en diferente canal y entonces dijo:

-¿Estás viendo la tele?

-Sí -respondí.

-¿Ves las hormigas?

-¿Qué?, ¿de qué hablas? -repliqué  con asombro.

-En el canal 5 hay un documental sobre hormigas -me dijo.

No sé de qué más hablamos después, pero por supuesto que yo no vería el documental de las hormigas. No entendía por qué esta Laura me invitaba a ver algo así, aunque, claro, ella no sabía que yo había tenido una especie de invasión hormiguera.

No cené. Traté de conciliar el sueño pues tendría mucho trabajo pendiente al otro día. “Todos estos días haciendo limpieza, para nada”, me decía.

De repente, el televisor se encendió y yo me senté a ver lo que había ahí. Eran ellas, las hormigas, eran unos monstruos enormes, perfectos, me miraban y sonreían, me llamaban con una de sus patas, se frotaban las antenas como diciendo: “estás en nuestras manos”, o quizá dirían: “en nuestras antenas”. Daba igual. Yo temblaba, quería apagar el televisor y no podía. Una de ellas se acercó demasiado a la superficie de plasma y la rompió, logrando así liberar a los cientos de miles que venían detrás de ella formando varias líneas. Eran negras pero las líderes eran más grandes y de color marrón, parecían soldados, todas uniformes.

Al día siguiente desperté con esa sensación del sueño-pesadilla-realidad. Por si las dudas, revisé el televisor, me cercioré de que la superficie estuviera completa. Noté un pequeño orificio en la esquina inferior izquierda pero no pensé que fuera algo serio, de cualquier forma, pasaría a la tienda de aparatos electrónicos donde había comprado mi Sony. Alberto me resolvería las dudas al respecto.

No voy a negar que tenía cierto temor al llegar a la oficina. El edificio es viejo y los dueños del piso, por ser amigos de mis padres, me han rentado una habitación con baño. Ellos casi nunca están, suelen pasar el invierno en lugares de sol como casi todos los viejos; creo que es una buena costumbre eso de llegar a viejo y decidir donde uno quiera estar.

Toqué el timbre desde abajo como siempre lo hago pues nunca sé si los señores están en casa y doña Matilde teme que algún ladrón pueda abrir la puerta y entrar, así que subí las escaleras despacio esperando que abrieran. Realmente lo deseaba. No me gustaba tener compañía, por lo general, ya que mi trabajo requiere de silencio y concentración. Escucho música solamente cuando puedo relajarme un poco, de lo contrario me encuentro en absoluto silencio. Por esa razón, acepté el ofrecimiento de los señores Durán para establecer ahí mi oficina pues aunque está en el centro de la ciudad, las paredes son gruesas y si no se abre la ventana, no hay ruido del exterior.

Entré con cierto sigilo. Nunca he sido una persona miedosa, vivo sola desde hace muchos años y trabajo sola, tengo amigas y amigos con quienes comparto reuniones y fiestas pero todos somos así, vivimos a nuestro ritmo.

La puerta se abrió con lentitud, se escucharon ciertos rechinidos propios de la madera de los lugares viejos. Caminé hacia mi cuarto-oficina y encontré todo en perfecto orden por lo cual me alegré. Pensé: “esas plagas suelen ir y venir, por fortuna las mías se han ido”. Y me dediqué al trabajo pendiente y al nuevo que seguía llegando por internet.

Después de tres horas de no haberme levantado más que a tomar un vaso de agua, descubrí una línea delgada que se acercaba a mi teclado. Me puse unas de las tantas gafas que tengo para las diversas horas del día y ahí estaban ellas, las hormigas, invadiéndome de nuevo.

Respiré profundo, no deshice la línea y seguí su camino en retroceso. Quería saber de dónde venían. Los libros estaban impregnados de ellas, cada página tenía 10 o 20 que corrían alocadas a distintos puntos de las hojas en cuanto las abría, así que decidí dejar los libros en paz. Los recogí todos como una gran pila, los coloqué en el suelo y puse mi atención en el agujero. De ahí venían una a una laboriosa, penosamente, luego de haber recorrido un túnel. Fui por la linterna, la cual sé que los señores Durán tienen a la entrada y la usan cuando no hay energía eléctrica, y dirigí la luz hacia adentro del pequeño túnel.

Después de una maniobra extraña, tratando de penetrar más y más al lugar de los hechos, me introduje, sin querer, en mi propio escritorio, las hormigas pasaban junto a mí, me olían, se frotaban las antenas y seguían su paso como si estuviesen hipnotizadas, como si siguieran órdenes infranqueables.

Yo caminaba con mi linternita, la cual se había hecho diminuta como las pequeñas hormigas que viajaban cerca de mi teclado. Las seguía sin encontrar un fin, caminé y caminé, luego corrí, me cansé, descansé, desperté sentada en el suelo, volví a caminar; las hormigas seguían en fila, marchando, junto a mí.

Al llegar al final del camino, luego de varios días y varias noches, y lo sé porque hubo viento, lluvia, sol, nubes negras, oscuridad –afortunadamente yo tenía siempre mi linternita amaneceres, atardeceres rojos; tenía sed, calor, frío, comezón, cansancio y miedo, mucho miedo. Al final encontré lo que había ahí, era una hormiga gigante, gorda, color marrón brillante, con ojos de sapo. Me miró y se reía de mí, se comía a las hormigas pequeñas, yo formaba ahora parte de una línea de regreso: se cerraba el círculo. Pero entonces me salí de la fila, yo no estaba hipnotizada, no me comería semejante alimaña, así que corrí de regreso, perdí mi linternita, pero imaginaba el camino. La hormiga gigante me detuvo y era de mi tamaño cuando yo era entonces del tamaño de una persona normal. Me estrujó con sus patas retorciendo sus antenas, me sacudió con fuerza, pero yo logré liberarme. La hormiga me detenía con las filosas uñas de sus patas cuando yo intentaba subir por el túnel que sabía me llevaría al agujero de mi escritorio, el cual taparía inmediatamente en cuanto llegara a la superficie; en esos momentos pensaba: “usaré relleno para madera, o mastique, el que se usa para los vidrios, o cemento y cal, lo que sea para tapar el agujero”.

Hoy desperté en mi habitación, relajada, contenta por haber recuperado mi forma y mi vida. El televisor no tenía ningún agujero, la pantalla de plasma estaba lisa, perfecta. Decidí darme un baño tibio y disfrutar de la normalidad. Pensé que la gente no valora el hecho de ser normal. Sonreía y movía la cabeza negándome a mí misma lo sucedido: todo había sido un terrible sueño cuando, al quitarme la ropa, descubrí mi cuerpo lleno de pequeñas heridas.

 



Publicado en PECADILLOS, SUÑOS Y HUMO por la Asocoaciò d'Escriptors - Tirant lo Blanc de Catalunya 

Narrativa Plural & Singular I. Barcelona, 2009


 

martes, 5 de enero de 2021

COYOTE, ¿AMERICANO YO?

 

Coyote, ¿americano yo?

Susana Arroyo-Furphy

 

El vuelo de Los Ángeles a México con frecuencia me traía sorpresas. El aeropuerto de la ciudad de Los Ángeles siempre me ha parecido un mercado ruidoso y maloliente. Por fin dejaba esos pasillos viejos y con suciedad añeja. Al parecer al gobierno de los Estados Unidos no le importa dar una buena imagen a los viajeros. ¿Será porque la mayoría son mexicanos o latinoamericanos?

En la fila para registrar la maleta escuché a una mujer detrás de mí conversar con el marido y burlarse de la manera como viajan “estas personas”. Se refería a las mujeres que registraban cajas en mal estado, canastas y bolsas de plástico. El personal, creo, ya estaba acostumbrado. Miré a la mujer con desdén y con seguridad ella advirtió que le decía en la mirada “yo te entiendo”, pero le dio igual. El trayecto se presumía con paisanos y con norteamericanos que viajan a México por ser barato. Luego, la aduana. Me imaginé que quizá así sería Wall Street, todos gritando al mismo tiempo. Con la diferencia de que aquí nos gritaban a nosotros, los pasajeros: “quitarse los zapatos”, “caminar rápido”, “un solo objeto”, “tirar lo demás”. La pléyade ya consabida de sugerencias, recomendaciones u órdenes. Al dirigirme a la sala de Aeroméxico pensé que regresar a México, aunque fuera de visita, significaba recuerdos, emociones, múltiples pensamientos, mi niñez, el agradable clima de la Ciudad de México, la comida y sobre todo mi familia y mis amigos.

Nuevamente filas, revisiones prolijas que mantienen a todos expectantes, a veces el silencio absoluto de quien acepta su condición de pasajero sumiso, a veces la mirada con cierto temor en mis conciudadanos pues se encuentran -o encontraban- de este lado del Río Bravo de manera ilegal. Sin embargo, y más tarde me enteraría, no hay objeción alguna cuando quieren regresar a su patria.

Así, tras varias dificultades y contratiempos, finalmente encontré mi asiento de “pasillo” pues me permite moverme un poco. Reconocí el origen de mi compañero de fila, él estaba en el asiento de la ventana y el de en medio se quedó siempre vacío. Tras unos minutos del despegue alcancé a ver su rostro cuyas gotas de sudor, quizá por el miedo a volar, fueron tornándose en una sonrisa de satisfacción. No soy vidente, pero creo que su mirada dejaba ver sus recuerdos con placidez y quizá imaginar que vería a los suyos y comería su comida y estaría rodeado de su tierra, amable y otrora pródiga. La asistente de vuelo nos entregó las formas migratorias. De nuevo percibí la angustia en mi compañero de viaje. Me miró fijamente. Le devolví la mirada con una sonrisa. Me miró y ahora fijó su mirada en el papel que nos fue entregado. Yo ya me encontraba llenando el mío con ayuda de mi pasaporte y el bolígrafo que siempre me acompaña. Le pregunté si quería mi bolígrafo. Asintió. Rápidamente llené los datos y le alargué el objeto cuando, evitando aceptarlo, me miró de nuevo. Pensé: “no sabe escribir”. Entonces le ofrecí ayuda y él respondió que sí.

–¿Me permite su pasaporte para anotar los datos? –le dije.

–No tengo –contestó.

–¿Perdón? ¿No tiene pasaporte? –dije con auténtico asombro.

–No.

–¿Y cómo viaja?, ¿cómo se identifica?

–Con esto, nos dejan regresar a México con esto –y me alargó su credencial del Instituto Federal Electoral, a la cual llamamos IFE por las iniciales, o credencial para votar–. Tomé la credencial, atónita, escribí su nombre: Gabriel Ramos, y su lugar de origen: Chilpancingo, la capital del estado de Guerrero. Al terminar de llenar la forma me sentí con la confianza de querer saber, de indagar, así que le pregunté cómo hacía para ir a los Estados Unidos sin pasaporte. Y entonces me explicó sobre los “coyotes”:

–Tenemos que esperar algún tiempo cuando llegamos a México. Un amigo o un primo nos dice cuando el “coyote” está listo. Entonces eso quiere decir que el otro “coyote” también está listo.

Le interrumpí:

–Pero, ¿por qué hay dos “coyotes”? ¿Cómo funciona eso?

–El “coyote” de México nos lleva hasta la frontera, no es del pueblo, sepa Dios de dónde es. Tenemos que pagarle cinco mil pesos. Él se sabe los caminos y les da “mordida”[1] a los que manejan las trocas, nos dan algo de comer y agua; todo eso incluye esos cinco mil. Tenemos que viajar ligeros, casi no llevamos nada porque cuando hay que correr, ‘pos hay que correr. Luego, ya en la frontera, nos recoge el “coyote” gringo.  A ese “coyote” le pagamos ocho mil. Ese “coyote” es el importante porque nos reparte adonde hay trabajo para nosotros.

–¿Entonces el segundo “coyote” es un ciudadano norteamericano? –pregunté.

–Sí, es güero. A ese no le entendemos nada, nos habla con señas.

Antes de continuar con su relato Gabriel tragó saliva, se le rozaron los ojos de un llanto muy leve, casi imperceptible. Creo que cuando un hombre ha llorado mucho en sus adentros, sabe cómo ocultar sus emociones. Y continuó: –El problema es si el güero no llega pronto. A veces tenemos que esperar varios días y ocultarnos como podamos, pasamos mucha hambre y sed, mucha sed. Ahí sí, si nos agarran no debemos decir nada. Y ‘pos ni podemos decir nada porque no sabemos nada. A mí no me han agarrado, pero a otros sí. Yo corro muy rápido. Gabriel continuó con su relato y lo mezcló con la emoción de la historia de la hija de 15 años.

–Cumplió 15 años hace dos meses, pero hasta ahora pude venir. Haremos una fiesta grande con mucha comida y bebida –y reía, ahora a carcajadas.

–Extraña a su familia, ¿verdad?

–Mucho, mucho, sí –seguía riendo y a veces, quizá, llorando un poco.

–¿Y piensa regresar a los Estados Unidos?

–‘Pos sí. Esperaré a los “coyotes”.





[1] “Mordida” es una especie de propina o pago.