viernes, 23 de noviembre de 2012

RATAS

RATAS
Susana Arroyo-Furphy
Brisbane, Australia

La culpa de todo, creo, la ha tenido mi padre. Tras heredarme esta casa vieja y en ruinas, he tenido todo tipo de complicaciones.
Ahora me resultan conocidas las peripecias de esos inmundos roedores. Tanto que ya no les temo, al menos eso supongo.
Todo empezó en el año de 1966. La muerte de mamá se produjo de manera intempestiva, nos ocasionó entre muchos sentimientos tristes, gran desasosiego. Solos papá y yo, nos sumimos en nuestra convulsa depresión manifestada por largos silencios y dolorosa indiferencia.
Un día, al llegar del colegio –yo solo tenía 14 años– me encontré el baúl Louis Vuitton en la entrada, aquel baúl que papá había traído de Francia en el año de 1930. Aquel baúl representaba su pasado, sus raíces y su esencia. Cuando mamá vivía, él comentaba cómo lo llevaba en los trenes y ¡ay!, cómo pesaba.
Yo lo usaba para guardar mi ropa, para sentarme en él y mirarme al espejo y ver cómo mamá cepillaba mis cabellos todas las noches. Desde ese espejo veía el rostro cenizo de mi madre, mujer de autóctonos rasgos que contrastaba con la blancura de la piel nórdica de papá.
Así que miré el baúl, “mi” baúl y no hubo necesidad de preguntar nada. Papá se iba. Me dejaba, me abandonaba literalmente. A lo que yo nunca hice mayor escándalo. Solamente unas cuantas rabietas: “no me dejes”, suplicaba y me abrazaba de su larga pierna. Él, como buen resiliente alsaciano, no contestó, se puso su sombrero negro, tan negro como su traje y tanto como mi oscura y definitiva soledad. Puso una mano en mi hombro derecho, me miró fijamente y me besó la cabeza. Salió y nunca más volvió a entrar por esa desvencijada puerta que ahora la he cambiado por una de fierro pues las ratas, esas condenadas asesinas, la habían roído por debajo, por arriba ‒¿cómo se atrevían?‒ y por los lados.
Llamé al herrero y le dije que dejaría de comer dos semanas para que con mi mesada (el escaso dinero que mandaba papá para que yo sobreviviera) empezara los trabajos de construcción de una puerta fuerte como el hierro. Me dijo que no debía dejar de comer, que ya flaca, estaba. Aceptó abonos de veinte pesos a la semana, dinero que seguí pagando durante años.
Por esa misma puerta un día escuché que se deslizaba un sobre. Era inusual, nadie me escribía. Papá me había enviado el boleto de ida a Estrasburgo, su morada y lugar que lo vio nacer, crecer y convertirse en soldado, lugar que compartía con su ahora mujer, que fuera su primera novia, con quien pasearía por las calles como otrora lo hiciera, de su brazo, en la adolescencia.
Indignada, corrí al teléfono y con determinación marqué el número de larga distancia que sabía de memoria, el cual solamente había marcado dos veces a lo largo de cuatro años. Es tu regalo de 18 años, hija –decía papá– lo mereces. Este lugar es hermoso, aprovecha las vacaciones escolares. Todo lo decía en un pésimo español, lengua que había olvidado al lado de Odila. Colgué y preparé mis cosas sin baúl, sin maleta. Me compré una mochila y emprendí el viaje que supuestamente sería para establecerme en la capital de Alsacia, aprender a beber vino y a reconocer que la soledad era mi compañera de viaje y de vida tanto en México como en Europa.
Aprendí el francés y el alsaciano, descubrí mi facilidad para los idiomas. Papá me regaló de cumpleaños un viaje por Italia, sola. Yo hubiese deseado su compañía más que seguir viajando. Así que después de tres meses decidí regresar a la vieja y oxidada casona, mi pequeño mundo.
Entonces, con valentía y decisión estudié Turismo con la idea de viajar. Nunca creí que solamente organizaría viajes y que mi terror por salir de casa se acrecentaba tanto como quedarme en ella.
Desde entonces empezaron los ruidos nocturnos. Tras varios años las gigantes ratas comieron el entresuelo hasta devorar la exquisita madera que cubría el respiradero de la casa. Investigué el porqué de esos espacios y se me explicó que las casas antiguamente se construían de adobe o ladrillo y como se salitraban, la respiradera las ayudaba a mantenerse secas y ventiladas. No hablé de los roedores por mi cada vez más acentuada timidez.
Los monstruos asesinos trabajaban día y noche comiéndose las pequeñas astillas de la deliciosa madera. No hablé con nadie sobre el asunto, hasta que un día, por carta, le insinué a papá lo que ocurría. Me dijo que no hiciera caso, que no me pasaría nada, que quizá era una plaga por algún derrumbe. Se irán pronto, sentenció. Papá sabía poco de ratas, no había en la Alsacia. Nuestra comunicación era en español, alsaciano y francés. Cuando él no sabía una palabra en español la escribía en alsaciano, lo cual para mí era muy difícil, así que le preguntaba en francés si era tal o cual cosa. Esa correspondencia trilingüe me ayudó un poco a vencer algunos matices de mi frágil personalidad.
No se fueron. Habían pasado más de 10 años y los chillidos por las noches me erizaban la piel y el cuero cabelludo; me hacían rechinar los dientes, producir más saliva, tener náuseas y a veces vómito.
Tenía miedo de caminar descalza por las noches, temía que sus garras me lastimaran los pies hasta que en una ocasión, con insomnio, me senté a leer en la sala y encontré una cabeza atrapada en un agujero detrás del sillón de la entrada. No fue miedo sino terror lo que me produjo esa cabeza. Al día siguiente compré un libro en el que me enteré que sus incisivos inferiores siguen creciendo a lo largo de toda su vida, Por varias noches no dormí, no podía comer ni concentrarme en el trabajo. Pude relacionar los chillidos al constante apareamiento que dura segundos. Devoran todo, desde la madera hasta las tuberías. Pensé, ah, con razón he escuchado sus uñas resbalarse por los tubos del baño, por dentro.
Decidí no hablar de esto con nadie. Caminaba mucho para cansarme y poder dormir. Me ponía tapones en los oídos y tres almohadas sobre mi cabeza.
Entonces, por las tardes, al regresar del trabajo decidí buscar piedras y meterlas en los agujeros. Un día encontré una piedra enorme y con bastante trabajo la traje a casa. Me puse feliz porque embonó perfectamente en el mayor de los agujeros. ¡Fiu!, no saldrían por ese lugar.
Pretendí ignorar lo que ocurría debajo de mis pies, de mi cama, de mi vida, aunque a veces imaginaba los grandes festines que los inmundos múridos sostenían a costa mía. Entonces, quizá con cierta malignidad desarrollada por mis largos espacios de soledad, decidí alimentarlas. Pensé “si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él”. Así que antes de irme al trabajo dejaba pan en los agujeros. Todo fue peor, entonces parecían caballos desbocados corriendo bajo mi cabeza, al dormir. En alguna ocasión tiré un balde lleno de agua para que se ahogaran. Qué ingenua.
Ahora siento cierta tristeza por ellas. He logrado ahorrar para poner un suelo apropiado y que desaparezca el respiradero. ¿A dónde irán a parar? Quizá a una cloaca inmunda. Todo es horrible, asqueroso, nauseabundo.
Pero lo más triste para mí es la imagen del recuerdo del baúl Louis Vuitton que se llevó papá con rasguños a los lados.