RATAS
Susana
Arroyo-Furphy
Brisbane,
Australia
La culpa de todo,
creo, la ha tenido mi padre. Tras heredarme esta casa vieja y en ruinas, he
tenido todo tipo de complicaciones.
Ahora me resultan
conocidas las peripecias de esos inmundos roedores. Tanto que ya no les temo,
al menos eso supongo.
Todo empezó en el
año de 1966. La muerte de mamá se produjo de manera intempestiva, nos ocasionó
entre muchos sentimientos tristes, gran desasosiego. Solos papá y yo, nos
sumimos en nuestra convulsa depresión manifestada por largos silencios y
dolorosa indiferencia.
Un día, al llegar
del colegio –yo solo tenía 14 años– me encontré el baúl Louis Vuitton en la
entrada, aquel baúl que papá había traído de Francia en el año de 1930. Aquel
baúl representaba su pasado, sus raíces y su esencia. Cuando mamá vivía, él
comentaba cómo lo llevaba en los trenes y ¡ay!, cómo pesaba.
Yo lo usaba para
guardar mi ropa, para sentarme en él y mirarme al espejo y ver cómo mamá
cepillaba mis cabellos todas las noches. Desde ese espejo veía el rostro cenizo
de mi madre, mujer de autóctonos rasgos que contrastaba con la blancura de la
piel nórdica de papá.
Así que miré el
baúl, “mi” baúl y no hubo necesidad de preguntar nada. Papá se iba. Me dejaba,
me abandonaba literalmente. A lo que yo nunca hice mayor escándalo. Solamente
unas cuantas rabietas: “no me dejes”, suplicaba y me abrazaba de su larga
pierna. Él, como buen resiliente alsaciano, no contestó, se puso su sombrero
negro, tan negro como su traje y tanto como mi oscura y definitiva soledad.
Puso una mano en mi hombro derecho, me miró fijamente y me besó la cabeza.
Salió y nunca más volvió a entrar por esa desvencijada puerta que ahora la he
cambiado por una de fierro pues las ratas, esas condenadas asesinas, la habían
roído por debajo, por arriba ‒¿cómo se atrevían?‒ y por los lados.
Llamé al herrero y
le dije que dejaría de comer dos semanas para que con mi mesada (el escaso
dinero que mandaba papá para que yo sobreviviera) empezara los trabajos de
construcción de una puerta fuerte como el hierro. Me dijo que no debía dejar de
comer, que ya flaca, estaba. Aceptó abonos de veinte pesos a la semana, dinero
que seguí pagando durante años.
Por esa misma
puerta un día escuché que se deslizaba un sobre. Era inusual, nadie me
escribía. Papá me había enviado el boleto de ida a Estrasburgo, su morada y
lugar que lo vio nacer, crecer y convertirse en soldado, lugar que compartía
con su ahora mujer, que fuera su primera novia, con quien pasearía por las
calles como otrora lo hiciera, de su brazo, en la adolescencia.
Indignada, corrí al
teléfono y con determinación marqué el número de larga distancia que sabía de
memoria, el cual solamente había marcado dos veces a lo largo de cuatro años.
Es tu regalo de 18 años, hija –decía papá– lo mereces. Este lugar es hermoso,
aprovecha las vacaciones escolares. Todo lo decía en un pésimo español, lengua
que había olvidado al lado de Odila. Colgué y preparé mis cosas sin baúl, sin
maleta. Me compré una mochila y emprendí el viaje que supuestamente sería para
establecerme en la capital de Alsacia, aprender a beber vino y a reconocer que
la soledad era mi compañera de viaje y de vida tanto en México como en Europa.
Aprendí el francés
y el alsaciano, descubrí mi facilidad para los idiomas. Papá me regaló de
cumpleaños un viaje por Italia, sola. Yo hubiese deseado su compañía más que
seguir viajando. Así que después de tres meses decidí regresar a la vieja y
oxidada casona, mi pequeño mundo.
Entonces, con
valentía y decisión estudié Turismo con la idea de viajar. Nunca creí que
solamente organizaría viajes y que mi terror por salir de casa se acrecentaba
tanto como quedarme en ella.
Desde entonces
empezaron los ruidos nocturnos. Tras varios años las gigantes ratas comieron el
entresuelo hasta devorar la exquisita madera que cubría el respiradero de la
casa. Investigué el porqué de esos espacios y se me explicó que las casas
antiguamente se construían de adobe o ladrillo y como se salitraban, la
respiradera las ayudaba a mantenerse secas y ventiladas. No hablé de los
roedores por mi cada vez más acentuada timidez.
Los monstruos
asesinos trabajaban día y noche comiéndose las pequeñas astillas de la
deliciosa madera. No hablé con nadie sobre el asunto, hasta que un día, por
carta, le insinué a papá lo que ocurría. Me dijo que no hiciera caso, que no me
pasaría nada, que quizá era una plaga por algún derrumbe. Se irán pronto,
sentenció. Papá sabía poco de ratas, no había en la Alsacia. Nuestra
comunicación era en español, alsaciano y francés. Cuando él no sabía una
palabra en español la escribía en alsaciano, lo cual para mí era muy difícil,
así que le preguntaba en francés si era tal o cual cosa. Esa correspondencia
trilingüe me ayudó un poco a vencer algunos matices de mi frágil personalidad.
No se fueron.
Habían pasado más de 10 años y los chillidos por las noches me erizaban la piel
y el cuero cabelludo; me hacían rechinar los dientes, producir más saliva,
tener náuseas y a veces vómito.
Tenía miedo de
caminar descalza por las noches, temía que sus garras me lastimaran los pies hasta
que en una ocasión, con insomnio, me senté a leer en la sala y encontré una
cabeza atrapada en un agujero detrás del sillón de la entrada. No fue miedo
sino terror lo que me produjo esa cabeza. Al día siguiente compré un libro en
el que me enteré que sus incisivos inferiores siguen creciendo a lo largo de
toda su vida, Por varias noches no dormí, no podía comer ni concentrarme en el
trabajo. Pude relacionar los chillidos al constante apareamiento que dura
segundos. Devoran todo, desde la madera hasta las tuberías. Pensé, ah, con
razón he escuchado sus uñas resbalarse por los tubos del baño, por dentro.
Decidí no hablar de
esto con nadie. Caminaba mucho para cansarme y poder dormir. Me ponía tapones
en los oídos y tres almohadas sobre mi cabeza.
Entonces, por las
tardes, al regresar del trabajo decidí buscar piedras y meterlas en los
agujeros. Un día encontré una piedra enorme y con bastante trabajo la traje a
casa. Me puse feliz porque embonó perfectamente en el mayor de los agujeros.
¡Fiu!, no saldrían por ese lugar.
Pretendí ignorar lo
que ocurría debajo de mis pies, de mi cama, de mi vida, aunque a veces
imaginaba los grandes festines que los inmundos múridos sostenían a costa mía.
Entonces, quizá con cierta malignidad desarrollada por mis largos espacios de
soledad, decidí alimentarlas. Pensé “si no puedes vencer a tu enemigo, únete a
él”. Así que antes de irme al trabajo dejaba pan en los agujeros. Todo fue
peor, entonces parecían caballos desbocados corriendo bajo mi cabeza, al
dormir. En alguna ocasión tiré un balde lleno de agua para que se ahogaran. Qué
ingenua.
Ahora siento cierta
tristeza por ellas. He logrado ahorrar para poner un suelo apropiado y que
desaparezca el respiradero. ¿A dónde irán a parar? Quizá a una cloaca inmunda.
Todo es horrible, asqueroso, nauseabundo.
Pero lo más triste
para mí es la imagen del recuerdo del baúl Louis Vuitton que se llevó papá con
rasguños a los lados.