Llorar
La labor de una
madre es llorar.
Llorar por un
hijo enfermo.
Llorar por su
futuro.
Llorar por su
presente.
Llorar ha sido
uno de los inventos más afortunados.
Se siente una
redimida, aliviada, distraída, entusiasmada, deconstruida.
Al llorar se
enjuga el dolor, se constriñe el ánimo, se alimenta el sinsabor.
Llorar y llorar
sin parar.
Dejar que las
lágrimas broten como un elixir de fantasía,
como una fuente,
un manantial.
Llorar y degustar
la calidez –a veces el frío-
descampado,
tibio, lacerante.
Esa humedad que
hiela, que marchita, que con su sal trasluce
las mejillas y
los párpados,
que suave, dulcemente, se cierran.
Cierran para dar
paso a otra lágrima
y a otra
y a otra.
Lloro porque me
acuerdo, porque me duele el recuerdo,
porque mis ojos
están abultados; porque esperan las gotas que a veces arden
y gritan y
concitan a más llorar y llorar.
Lloro porque no
recuerdo, porque sé que el dolor está ahí
y sigue y sigue
y no cede.
Lloro porque
quisiera empañar mi adentro como empaño el espejo;
porque las madres
lloran
y las flores
rezuman sus olores
y la cotidianidad
es constancia de la vida.
Lloro porque el vacío me gobierna y me inunda.
Lloro porque me
duele, ay, cómo duele
el llanto que
está dentro y que desea brotar.
Susana Arroyo-Furphy