Cerca del barrio chino
Por alguna razón que desconozco, me obsesionó desde niño
la imagen de una joven oriental
de oscuros y enormes ojos rasgados,
larga cabellera, cuerpo estilizado pero generoso en sus formas, y una boca cuyos labios carnosos están siempre
abiertos en una cálida y
prometedora sonrisa.
No puedo
recordar, si es que alguna vez lo supe,
el origen de esta aparición en mis pensamientos, mucho más frecuente cuando entré en la pubertad, pero lo cierto es que me marcó a
fuego hasta hoy.
Nunca pude,
en mis treinta años de vida, concretar ni
una sola relación sexual; tampoco una simple amistad, ni siquiera una corta e intrascendente charla en un café
con una compañera de trabajo o de
estudios.
Tampoco la
Psicoterapia pudo ayudarme: abandoné
hace un par de años mi último tratamiento, en desacuerdo con la pregunta del terapeuta: -- “¿Y si
comenzamos a definir para que lado queremos ir?…” le dije que se defina
él, que yo eso lo tenía claro, que sólo debía encontrar a la mujer de mis
fantasías o dejar de esperarla, y que estaba allí sólo para que me ayude a definir justamente eso; dicho
esto, me levanté y me fui.
Desde entonces, decidí, o mejor dicho la
inercia decidió por mí. Seguiría como
hasta entonces, esperando. Esperé hasta
que me desesperé, porque pasó el tiempo y la
soledad me fue abatiendo. Caí en un profundo pozo depresivo.
Hasta que
hace unos pocos meses, la imagen presentida se corporizó. Con un vuelco en el
corazón, comencé a verla en la calle, en el supermercado, caminando delante mio o cruzándonos al doblar la esquina.
Al principio creí que mi antigua obsesión me
estaba llevando al delirio, potenciada por la presencia en las calles de
mi barrio, cercano al Barrio chino, de
numerosas muchachas de origen oriental, hasta que con una mezcla de ansiedad y alegría, y para ser franco, casi al borde del infarto, comprobé,
al entrar juntos en el ascensor, que ella, la
Única, vivía en mi propio edificio,
diez pisos más arriba.
Entonces supe
que el
destino, el azar o como quiera
que se llame, había producido el milagro de
hacer realidad mi sueño
recurrente, ofreciéndome la posibilidad de verla casi a diario, y quizás,
si podía desprenderme de mi maldita timidez, relacionarme con esa adorada mujer, creada por la imaginación para satisfacer de algún modo mi deseo.
Tal vez no
sería inútil el haberla esperado
desde siempre, cuando
la soñaba, ansiando que mi anhelo
y la magia que la acompañaba, nos atrajeran uno al otro como un poderoso imán a
un alfiler, rompiendo los diques a la llegada de un
momento que recordaríamos toda la
vida. Soñaba con ese momento en que recibiría la invitación tan esperada a la Fiesta de los sentidos, al
despertar del sexo.
Posiblemente hubiera comenzado esa Fiesta con
nuestro primer beso en la boca, acercando nuestros labios con un impulso tal que nuestros dientes chocarían, (después nos reiríamos inocentemente de
nosotros mismos, por ese comienzo).
Jamás
olvidaríamos ese primer y delicioso
contacto de nuestro labios oferentes,
temblones de pura impericia, mientras mis manos en su piel y las suyas en
la mía, tímidas e inseguras al
principio, pero ya lanzadas sin retorno,
explorarían y descubrirían el Nuevo Mundo que nuestros miedos y nuestra
vestimenta ocultaban.
Por primera vez, tomaría conciencia de la sutileza de la yema
de mis dedos en sus pechos suaves y erguidos, de
la maravillosa sensación
eléctrica al contacto con sus pequeños
pezones enhiestos, de la
sensibilidad de cada pequeña fracción de nuestras pieles.
Después…después… no sé, quizás aparecerían otra vez
mis miedos y no sabría
continuar, pero ella, con una sabiduría
ancestral y una destreza intuida apenas
unos minutos antes, sabría como guiarme por los senderos de nuestros cuerpos fundidos, mientras
nos miraríamos profundamente (ella con
ojos vidriosos, yo respirando con dificultad), hasta permitirme ingresar en el
tibio templo de su cuerpo estremecido.
Y así podríamos
seguir por los días de los días, tal vez años,
quizás por toda la vida, perfeccionando esa maravilla que hace que el Amor y el Sexo se mezclen y terminen
siendo la misma cosa.
Pero
nada de eso había ocurrido hasta
ahora; sólo mi deseo de ella, nunca
satisfecho, me hizo imaginarla, y tal vez la fuerza de ese mismo deseo la trajo hasta mí
y me dio fuerza para decirle, a
fuerza de encontrarnos en pasillos y ascensores en estos días en que anudamos una
amistad con agenda abierta, mirándonos
con simpatía, diciendo cosas graciosas
que nos hacen reír y cosas serias que
sólo contaríamos a nuestros mejores
amigos; como por ejemplo, que los dos
tenemos treinta años y ninguna
experiencia amorosa. En fin, todas esas
cosas que hicieron que hoy, mirando nuestros relojes con impaciencia,
intercambiemos miradas de asentimiento y
sin que nos importe nada de nadie, abandonáramos
esa aburridísima reunión de consorcio tomados de las manos, y caminando
lentamente por el largo pasillo, nos digamos al oído todo lo que
haremos en esta tibia noche de verano.
Cuando cerré
la puerta del ascensor y pulsé el botón
del piso catorce, nos abrazamos, y como lo había soñado mil veces, mi respiración
se alteró y los ojos hermosos y
rasgados de la señorita Li
comenzaron a ponerse vidriosos;
sonrió con una sonrisa que yo conocía desde siempre y me invadió la maravillosa sensación de que el Cielo nos esperaba.
Y hacia allí
partimos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario