MUDA
He decidido dejar de hablar.
Y no me refiero a
esos constantes momentos de mudez en los que habitaba en ocasiones y me sentía
casi superior a los demás. Me enarbolaba en una cima o sima que me hacía
inmarcesible.
He decidido dejar
de pronunciar palabra alguna.
Desde el día de hoy
hasta el día que muera.
Mejor que hablen
los demás, que hagan ruidos, música estridente, los comediantes en la
televisión con sus incongruentes y estrepitosas pavadas. Los actores, los
noticiarios, los que vienen a tocar el timbre, los que tocan la puerta, los que
dicen buenos días o los que insultan a todos. Que hagan sus ruidos.
He decidido que
mi voz, como la de Villaurrutia, mi voz que madura, mi voz quema dura, mi voz
quemadura, mi bosque madura, mi voz está atrapada en una red que no le permite
salir. Esa red es la incongruencia de los espíritus atormentados.
No hablaré pues no
tengo nada que decir. Nada que agregar. Todo ha sido dicho y vengado y aceptado
y negado y rehuido y tergiversado. Ya no hay voz. Ese entredicho, esa media
palabra, el medio tono, ese casi impalpable sonido se ha secado, se ha
escindido, se ha extinguido.
Mi voz como llama
tenue de una vela que se niega a morir pero que envejece y se derrite y se
derrama en sí misma, esa otrora voz grande, fuerte y sonora ya no es nada. Se
ha quedado muda. Ha decidido replegarse, juntarse, ensimismarse. Y sucede que
al no tener nada que decir ha decidido que es mejor no decir nada.
La gente dice
cosas, dice muchas cosas. Dice lo que siente y lo que no siente, lo que piensa
y hasta lo que no piensa, se equivoca, se constriñe, escupe sus pensamientos o
lo que en esos momentos pasa por su cabeza. No piensan, no sienten, no
comparan, no refutan para sí mismos. Explotan.
Yo no explotaré
nunca más. Mi voz es, era, una voz sin vida, como la de todos. Una voz ardiente
y chillona, mediocre y postiza. Así igual a la de todos. Por lo tanto, ya mi
voz no es voz ni al menos una entelequia de voz. No es nada, la nada es más que
nada para la voz. Esa voz, cualquier voz, la pobre voz que se resiste y hurga y
anda por ahí escondida tratando de salir y decir nada. Es una pobre mediocre
voz. No tiene sentido ni significado. Ha perdido su impacto, su índice, su
icono, su símbolo. Ya no es signo.
Entonces la gente
sugiere, introduce, opina. La gente, ay, siempre opina. ¿Y por qué es así que
esta voz deja de existir? Como si antes de que al menos viviera en la faz de la
Tierra hubiese sido importante su inexistencia.
Es una voz
lastimera, socarrona, indigna, trasnochada, humillada. Es una voz que se creía
voluptuosa y tajante, prístina, encumbrada, iluminada. Y la gente ríe: ja-ja,
eso no es nada. Y así fue como se perdió la voz. Se perdió en la nada.
Basta de
conmiseraciones. La voz es una voz partida, híbrida, ínfima, bruscamente
anonadada. Por fortuna ya no tenemos, tienen, esa voz que martilleaba, que era
tintinante, iterativa, zarandeada, era una voz que ahora es menospreciada, que
no tiene gracia, ni garbo, ni autonomía. Era una voz prestada, robada,
altamente deleznable.
Por fin, hemos
prescindido de esa voz. Hasta yo misma estoy agradecida de la inexistencia de
su sonido sin ritmo, sin armonía, sin estilo.
Adiós voz, adiós
y hasta nunca.