viernes, 13 de diciembre de 2013

Dra. Helena Beristáin - En su memoria

Me he enterado de la muerte de la Dra. Helena Beristáin. Fue una especie de colapso para mí. No pude contener el llanto.
La conocí en 1989, cuando empezaba la maestría en Lingüística en la UNAM al tiempo de dar inicio a la tesis de cuyo contenido, título y secciones ya tenía todo claro. Solamente me faltaba un asesor. Cuando empecé a hablar con ella descubrí cómo emanaban de sus labios los conocimientos. Parecía sembrar flores en mi páramo. Me sentí subyugada por el encanto que ejerció en mí y desde entonces hasta el año 2000, casi once años después de haberla conocido, mantuvimos una relación muy cercana. Yo, siempre la pupila, ella, siempre la maestra. 
Tras la maestría, vino el doctorado y con él las noches de insomnio, las pesadillas, el trabajo abrumador, mi familia, mis problemas que se hacían cada vez más grandes. La tesis que se hacía cada vez más infernal.
No puedo negar que hubo problemas entre nosotras, piedras en el camino. Llanto por no poder estar a su altura. 
En los últimos años, tras mi autoexilio en Australia, mantuvimos escasa pero constante comunicación. Me felicitaba por mis textos, la sentía más cercana, menos rígida. 
Pero últimamente advertí la ausencia de sus respuestas. Temí que alguna enfermedad se hubiese apoderado de ella y que me la arrebatara y llevara al mundo de las tinieblas. Tenía su teléfono pero algo me impidió llamarla. 
De vez en cuando buscaba en internet noticias suyas. Hay un vídeo en el que la entrevistan. Al verla y oírla ahora, tras su muerte, siento escalofrío. La recuerdo, igualita.
Un colegio lleva su nombre, lo cual me da mucho gusto pues ser maestra lo llevaba en la piel, en las entrañas.
En el 2005 le mandé un poema que escribí a mi hermano Alejandro, que había muerto. El poema se llama "El arco iris y la banda de Alejandro" y dice así:

Si la luz es una simple onda
y las gotas de lluvia son esféricas,
uniformes y constantes
para atravesarla,
se presume que entonces
y sólo entonces
se crea un arco iris.
            La luz se dispersa
se refracta                    se refleja
en las gotas de agua
que c   
           a
              e
                 n
                                    precipitadas.
La cresta del arco iris es más alta
si baja el Sol 
quien con la lluvia 
debe trabajar
incesante e incansablemente
para que juntos,entonces, 
formen los siete colores.
Pero el arco iris 
es solo
un fantasma                 una imagen.
El que yo miro no es el mismo
que aquél que tú puedes ver.
Si yo lo imagino quizá lo creo en mi mente.
¿Lo miras como yo?
¿Es tan bello?
Hay uno doble que tiene
entremedio
una franja oscura llamada
Banda de Alejandro.
Recuerdo que hace tiempo
regalé -a otro Alejandro- un arco iris
hecho de besos y sonrisas,
pero ya no pudo mirarlo.

He buscado en mi correo esa fecha y he hallado su respuesta:

Querida Susana:
    Mi más sentido pésame y muchos deseos de buena suerte para el futuro.
                    Helena Beristáin

Luego vinieron algunas reseñas, un cuento. Poemas, textos, publicaciones que inocentemente le enviaba con la intención de que cayeran en su buzón como de casualidad.
Dejé de llamarla "doctora" y me atreví a dirigirme a ella por su nombre. Le decía, con respeto, "Helena, me han publicado esto...". 
Una vez me respondió algo que casi enmarco, lo guardo impreso en mi cajón de objetos valiosos:

Querida Susana:
    Pues ya no me cabe la menor duda. Eres una escritora, en verso y en prosa, en un lenguaje artístico y también en un lenguaje práctico, referencial.
    Tienes el don. Ya lo traes en la sangre. Te felicito. Que te sucedan mil cosas buenas y bellas.
                                            Helena Beristáin

Ese día sentí que flotaba. Alguien que me había hecho "la vida de cuadritos" durante más de ocho años (pues los dos años de la maestría ambas nadábamos como peces hermanados por el agua), ahora me halagaba... era pertinentemente irreal. 
En el 2008 ya éramos casi amigas. Nunca me atreví a tutearla. Escribía y resscribía los mensajes que le mandaba pues no me habría perdonado (yo misma) ningún error. 
Entonces llegó esa su respuesta, tan suya, tan directa. Me hizo el día, la semana, el mes, el año, la vida después de ese comentario a mi artículo sobre "Cantinflas". Era parte de una trilogía que tuvieran a bien publicarme en aquella revista en la que solía participar, "Hontanar". 
Y ella, mi adorada Helena, me dijo:

Gracias, querida Susana.
    ¡Qué bien escribes! Es excelente ese fragmento de un artículo tuyo (tres páginas y media).
    Cantinflas se sigue presentando en los canales de televisión. Yo (que casi no veo nada más que las noticias), a veces me he vuelto a hallar una de sus películas y las disfruto muchísimo.
    Una vez, hace muchos años, un sábado por la mañana, buscando yo algún objeto en una enorme tienda, casi vacía a esa hora, me lo encontré. Me vio, y comenzó a actuar como su personaje de película, para hacerme reír, supongo.  Era genial.
    Que te sucedan muchas cosas buenas y bellas.
                                                Helena
Era y ha sido la persona a quien más he admirado profesionalmente. Nunca descansaba -ni en domingo- decía que ya tendría la eternidad para descansar.
Cada vez que me he dejado llevar por cierta holgazanería (normal en las personas simples y normales), pienso que Helena, mi madre putativa, como le decía en mis adentros, me lo reprocharía. Así que o dejaba de ser holgazana o dejaba de pensar en ella.
Hubo mucho entre nosotras, cariño, quizá un poco de odio en algunos momentos difíciles. Pero lo que nunca dejé fue de admirarla. Su carácter, su determinación, su espíritu combativo y de trabajo constante, han sido mi ejemplo a seguir.
Ahora, tras su muerte, siento un gran vacío. 
Me duele que se haya ido, me duele no tener alguno de sus tantos libros, de los que leyera cientos de veces pues los sabía casi de memoria. Me duele no haber escuchado su voz en los últimos años. 
Y lo que más me duele es no haber hecho nunca esa llamada para decirle cuánto la quería.

Susana Arroyo-Furphy
Diciembre de 2013

lunes, 18 de noviembre de 2013

De Guillermina Monroy


Recordó su voz en aquella iglesia. Hacía más de diez años que visitaron aquel lugar. Ella reía con su risa de niña adulta y tú no comprendías bien a bien lo que pasaba.
Tu pasado eclesial era contundente y te gustaba el ambiente religioso, no te parecía extraño. Pero ella, que te había llevado hasta esa hondonada, reía tontamente llevada de su loca travesura, sin saber lo que en ti rememoraba aquél ambiente cargado de misticismo. Ahora lo recuerdas todo.
A veces las noches de pasión pueden convertirse en un desastre si se hace la pregunta equivocada y se devuelve la respuesta equivocada. ¿Por qué ella preguntó lo que debería estar olvidado? Y de tu boca salió la verdad, la horrible verdad.
Entonces, un halo indecente de inocencia te envolvía. Y creíste que la verdad era imprescindible. Funesto error. Todo se vino abajo. Y de un tálamo nupcial aquello se convirtió en una guerra sin cuartel con acusaciones, señalamientos, ofensas y el choque terrible de los orgullos heridos.
Ahora recuerdas cómo saliste al balcón en plena noche y las montañas que rodeaban el santuario religioso te parecían cuerpos de fantasmas gigantes que se comerían tus entrañas sin compasión.
Recuerdas también que no entraron nunca al santuario mariano. Tal vez eso hubiera calmado los ánimos. Pero, en vez de eso, cuando amaneció, huyeron rumbo a otro paisaje, con una herida abierta que no cerró jamás y que, al final, rezumó la podredumbre de la desconfianza y acabó con el amor.



En mis brazos

En mis brazos

Ligia desfallecía en mis brazos. Era como un ángel con esa débil mirada perdida.
Su rostro blanco como el de una geisha que contenía una sonrisa que parecía la de un ángel, aunque yo nunca he visto ni veré a los ángeles pero su leve mueca de alegría me embargaba.
Ligia, mi Ligia. Aquí, ahora, en mí, en todo su esplendor. Apenas cabía en mis brazos de tan pequeña –¿se empequeñecía...?
Poco a poco su bello rostro se tornaba azulado, verduzco, como el de un muerto. Pero yo, que no la quería separar de mí, pensaba: “estás en mis brazos, ¡oh Señor!”
Tu cuerpo de tan pesado había dejado casi dormido mi brazo izquierdo, el brazo que te sostenía. El derecho no dejaba de hacerte caricias por la cara, los labios, los párpados semimuertos, la piel que tibia desaparecía de esa tibieza, las uñas, las pestañas, cómo te morías, Ligia, mi adorada Ligia, dentro de mí, entre mis brazos.
Y ahora te quieren quitar de mí, desprenderte de este cuerpo que me pertenece. Porque mía, eres. Y no sé cómo decirles y gritar a todos que no te pueden separar de mí; que tu cuerpo, tan mío, tan inerte, tan lívido sigue entre mis brazos.
Mi Ligia, mi amada. Dulces son los recuerdos, tristes las despedidas. Te irás pero yo creo en el Señor. Creo que me enseñará el camino de la reconciliación, de la fe, de no sé qué, eso que me permitirá respirar cuando te hayas ido –ya te fuiste- para siempre.
Y sigues aquí, Ligia, en mis brazos…


miércoles, 13 de noviembre de 2013

20 FIGURACIONES Y UNA FANTASÍA DESESPERADA

Presentación del libro 20 figuraciones y una fantasía desesperada de Susana Arroyo-Furphy


Por Victoria Navarro

Chapultepec, 22 de Junio 2013


Al igual que hace cinco mil años un grupo de personas se reunía a la orilla del Nilo bajo la sombra de una palmera, para escuchar “Los cuentos de los Magos”, hoy estamos aquí, acompañados por ahuehuetes milenarios para escuchar los cuentos de Susana. Esas personas y nosotros tenemos algo en común: nos gusta el cuento.
Cuando Susana Arroyo-Furphy me invitó a comentar su libro me sentí muy honrada y acepté sin dudar. Pero cuando revisé su currículum me di cuenta de que estaba en aprietos.
¿Dónde encontrar las palabras adecuadas para presentar los cuentos de una doctora en Letras Hispánicas, catedrática del TEC de Monterrey, investigadora honoraria de la Universidad de Queensland, poeta, traductora, ensayista, especialista en semiótica, lexicografía, semántica, dialectología y, para para incrementar mi angustia, también en Sor Juana?
Acudir a diccionarios, enciclopedias y libros especializados no hizo sino preocuparme aún más. Pensé en declinar, pero me percaté de que había sido atrapada, atrapada precisamente por sus cuentos.
Decidí entonces utilizar un método tan antiguo como Egipto: Hacer preguntas.
¿Son cuentos los relatos de Susana?
Guido Gómez de Silva en su Diccionario Internacional de Literatura y Gramática dice que el cuento es una narración en prosa, relativamente breve, con limitados personajes y, como trama, una sola acción. Aunque es una definición irrefutable, yo prefiero la de Cortázar: el cuento es el hermano misterioso de la poesía, es una fugacidad con permanencia. E incluso la de Borges: el cuento es la joya de la literatura.
Solo se cuenta lo excepcional, un acontecimiento significativo. Se capta un fragmento de la realidad como lo hace una fotografía.
 Un cuento, para que sea eficaz debe acaparar el interés desde las primeras líneas. El tiempo está siempre sometido a una gran tensión, se presenta un rompimiento y el lector se siente como un vagón enganchado, pues no puede dejar de leer. Todo esto en un espacio reducido y mediante un proceso estrictamente vigilado.
El buen cuentista tiene que producir en muy poco tiempo un efecto único: que el comienzo de la acción esté lo más cerca posible del final. El cuentista es, en realidad, un gran conversador, sabe que la atención del público es corta y quiere despertar reacciones emocionales en sus lectores para dejarles una huella indeleble, como una cicatriz que no duele.
Los cuentos que hoy se presentan cumplen con estos requisitos, son incisivos, capturan con un estilo basado en la habilidad con la que se crea el clima de tensión. No sabemos qué va a ocurrir y eso nos inquieta:
·        “Lars y yo nos fuimos a vivir a las afueras de Upsala”
·        “No voy a comenzar esta historia haciendo alusión a Caronte”
·         “Una de las razones por las que me casé con Lisa fue el hecho de que me sentí embrujado por sus manos”
·        “Ella siempre había sido una mujer asombrosa”
·        “Un día de estos tendré que visitar a mamá, han pasado ya muchos meses... ¿años?”
·        “La gente corría, había gran confusión entre los presentes, nada se sabía, nada se decía.”
La autora narra hechos que rompen la cotidianeidad, una situación estable es perturbada por alguna fuerza o desequilibrio. En la mayoría de los cuentos estas situaciones alteran la vida de una pareja:
·        gatos de madera que se multiplican,
·        éxitos que conducen al vacío,
·        pájaros que se transforman,
·        guantes que no se pueden quitar,
·        ropa que se deshilacha como la vida,
·        ojos que contienen el Aleph,
·        sombras que crecen desmedidamente.
En otros, los hechos suceden dentro de una casona, en un hospital o en un lugar imaginario.
El desarrollo de cada cuento está trazado con precisión geométrica, no falta ni sobra nada. La autora domina el arte de provocar un efecto inmediato, como un relámpago que deslumbra y estremece.
El interés que reside en el presentimiento de dificultades que se avecinan, conduce al lector de expectativa en expectativa, de zozobra en zozobra.
·        “Un día escuchamos un extraño ruido, un toctoc.”
·        “Elisa empezó a notar que su esposo dibujaba en la pared y en el techo una sombra más grande que la que cualquier ser humano pudiera proyectar.”
·        “Todos sabían que Esther era la amante del licenciado.”
·        “Odiaba leer el diario de Pita pero pensaba que era una forma de mantenerla bajo control.”
·        “En su vida no pasaba nada, solo el tiempo con cansina lentitud.”
·         “No sé cómo ni en qué estoy escribiendo…”

Los escenarios son realmente reducidos, calles, casas, habitaciones, cuartos de baño, jaulas de pájaros, teclados invisibles; se presentan como escaparates donde la autora nos narra la vida como si fuera una serie de impulsos.
¿Cuál fue la estrategia que utilizó Susana al escribir sus cuentos?
La misma de Scherezada, la de todos los de su estirpe, cautivarnos desde las primeras líneas con el único propósito de generar el deseo incontrolable de seguir escuchando su voz, a tal grado que estamos dispuestos a hacer cualquier concesión, como lo hizo el Rey Sharyar, con tal de satisfacer nuestra curiosidad por el desenlace. Esa voz que nos habla solo a nosotros, al oído, de una manera diferente, esa voz que nos conduce y nos seduce es la voz de una gran conversadora que mantiene nuestra expectación, casi sin pestañear, para mover nuestras emociones. Porque lo que realmente importa no es la historia, sino cómo está contada.
¿Cuáles fueron sus herramientas?
De manera simplista se diría que las palabras, los signos ortográficos, los espacios en blanco. Solo que estas palabras, signos ortográficos y espacios en blanco fueron rigurosamente seleccionados. Supongo que para echar a volar la imaginación del lector, los elige, los entrelaza, teje la urdimbre, tacha, recorta, reescribe, piensa quizá durante todo un día cuál sería la palabra adecuada, quizá durante una noche de insomnio. No se permite ninguna indulgencia para completar la tarea de convertir una idea en un cuento.
Con su trabajo, nos hace agradable no solo el trayecto sino también el destino. Entonces, la magia de la literatura se consuma: se mezclan dos mundos, el del autor y el del lector. Se produce la emoción estética y la ficción se vuelve realidad: Como en el caso de Sara, en el cuento Escritora:
Era tal su imaginación que a veces llegaba a su solitaria casa y hablaba con sus personajes, los hacía reales en su vida diaria, eran reales en su escritura”.
Cuentos fantásticos a la manera de Cortázar, cuentos cotidianos a la manera de Chejov, cuentos que algo callan a la manera de Hemingway, cuentos enigmáticos a la manera de Borges, escribió Arroyo-Furphy.
Paul Auster dijo que para quienes la vida no es suficiente está la literatura. Margarite Yourcenar, otra contadora de historias como Susana, escribió: “Yo leo para embriagarme”.
Si para quienes hoy nos acompañan esta tarde veraniega en Chapultepec, la vida no es suficiente y quisieran embriagarse con buena literatura, no pierdan más tiempo, apresúrense a tener en sus manos 20 figuraciones y una fantasía desesperada de Susana Arroyo-Furphy. Créanme, es un deleite que perdura.

Abogada y escritora, Victoria Navarro, gran amiga.

Descanse en paz.


lunes, 11 de noviembre de 2013

I've grown accustomed

(Esta es la traducción que ha hecho amablemente el Dr. Robert Gurney a mi texto. Ahora es un poema. Ha ganado en belleza. Gracias, Bob).

I’ve grown accustomed   

I’ve grown accustomed
to waking up to the red curtains
in Ivy’s bedroom
and to welcoming little Itto
when he jumps,
as he so often does,
into my bed.

I have grown accustomed
to the life they have forged together
and to sharing it, 
joyfully,
with them both.
  
I have grown accustomed
to Ivy’s smile,
and to her beautiful face
and to Tania’s eyes
in which one can see
the sea and the sky.

I have grown accustomed
to everyday life in Barcelona,
to taking Itto for walks,
to the afternoons,
to lunch
and to waiting for Tania
to get back home from work,
always cheerful,
always immaculate,
always undaunted.

I have grown accustomed
to living with the energy
that emanates from the strength
that they have generated together,
to feeling part
of an unbreakable bond.

I have grown accustomed
to taking Ivy to Uni,
to picking her up,
to seeing her smile,
make plans,
and look at her mobile
as if seeing the future in it.

I have become accustomed
and habit has become strength,
power,
wide-open spaces,
clear blue skies,
surrender.

I want to imagine
That they will always be like that,
my daughters,
forever,
united and happy,
singing
and telling each other
what sort of day they have had,
watching TV together,
reading, going for walks,
enjoying life in a Barcelona
that, somehow, is mine, too, now.

I can’t break the habit.  It’s too hard.

I am writing this
from the plane in Istanbul.

I want to go back to that life,
to the days, afternoons and nights
with my two beautiful girls …
and with Itto.


I love them.

domingo, 25 de agosto de 2013

PUENTE SOBRE AGUAS TURBULENTAS



A Raúl H. Fierros, conocedor del vino y del amor, con cariño.

Corría el año de 1960, papá y yo caminábamos por aquellas veredas que nos conducían, irremediablemente, a los acantilados en la inmediaciones de la vieja cabaña de la abuela. El cielo estaba tan limpio y brillante que parecía hecho de jacintos atrapados en un ramo. Entonces papá dijo que un cielo sin nubes era como una mujer sin picardía.
Pronto nos encontramos frente a la cara rugosa de Julia, la diminuta mujer que siempre hablaba de guerras y desolación. Su rostro cenizo lo revivía todo detrás de esos ojos minúsculos y aún traviesos. Papá era el hijo menor y el único que religiosamente la visitaba. Sin grandes posesiones y rodeada de gatos, veía a través de borrosas ventanas y gruesas gafas el arribo agreste de las gaviotas y los cuervos. De cuando en cuando un león marino venía a aposentarse justo frente a su cabaña, en las rocas. Julia lo miraba desafiante.
Las enormes piedras resistían el golpe desbordante de las olas. En ocasiones debíamos esperar hasta que la marea nos cediera el acceso. Siempre pensé que la construcción de un puente vendría bien para evitar la constante larga espera. Sin embargo, nos venía bien a papá y a mí un tiempo para la contemplación. En esos casos nos sentábamos a esperar, casi no hablábamos pues la voz se habría perdido entre el ruido del agua estampada en las rocas.
Guerrero Negro no era en ese entonces el lugar que más tarde se convertiría en un espacio visitado por turistas. Era un pequeño poblado con más atraso que muchos lugares del país. No había nada que fuera interesante, solo la belleza espectacular de ese mar y su horizonte; la visita frecuente de las ballenas cuyo canto era un lamento continuado y estremecedor hacía de los mares un paisaje insuperable.
No sé si el gusto por el dibujo se despertó en mí con el canto intenso de las ballenas o con el acantilado y las gaviotas. Dibujaba todo, a veces en la tierra, en el aire.
Cuando naces cerca de las ballenas, siempre estarás triste, decía Julia. Papá solo movía la cabeza. Le decía a Julia que esta niña estaba en el limbo, que sus dibujos eran siempre los mismos: la abuela en la mecedora, el acantilado, las gaviotas, las ballenas.
Con Julia el tiempo se detenía. Papá comentaba los últimos acontecimientos de la viña y la anciana se mecía mirando al infinito. Parecía no escuchar o no entender pero de cuando en cuando hacía una intervención que imaginaba yo certera pues papá asentía. Julia fumaba un puro negro que apenas cabía en su pequeña boca. Todo en ella era breve, excepto su puro.
Bebíamos café bien cargado. Julia nos ofrecía unas galletitas cuyo sabor aún tiene registrado mi cerebro. A mí me daba un vaso de leche que venía derramándose de la cocina. Si yo espetaba, me hacía una señal con la cual yo no podía hacer nada pues los gatos harían el resto.
Luego regresábamos silbando algunas de las viejas canciones que papá aún recordaba. Me contaba cómo había conocido a Venustiano Carranza y cómo se realizó ese movimiento bélico que luego llamaron Revolución y que dejaría en mayor atraso económico a nuestro empobrecido país.
De eso ya han pasado más de cinco décadas.
Yo procuraba ir de la mano de papá. Él, de cuando en cuando me soltaba y decía que lo mejor del mundo era la independencia. Así, creo, aprendí a ser mayor.

Una de las razones por las que quise vivir en la ciudad fue justamente por esa declarada independencia de la que siempre se me hablaba.
Los grandes se reunían para celebrar diferentes festividades mientras los pequeños de todas las edades compartíamos la vida y la niñez, esa etapa que regresa a mi memoria como un boomerang lanzado sin querer.
En esos tiempos la provincia era remanso de familias y amigos, compartir el gusto por el descanso y las partidas de dominó hasta entrada la noche, proveían de esperanza para ganar en la siguiente ronda, lo cual se repetía indefectiblemente cada viernes.
Papá llegaba de los viñedos ya entrada la tarde. Siempre traía cajas de uvas en tiempo de cosecha. Disfrutamos todas las variedades con las que se intentaron hacer crecer las cepas francesas y alemanas.
No puedo olvidar las veces que lo acompañaba, en día sábado, a supervisar la molienda, en ese entonces con botas. Hombres y mujeres bailaban sin música pero con gran ritmo esperando exprimir hasta la última gota. Luego, los kilos y kilos de azúcar, los litros y litros de alcohol puro de noventa y seis grados para lograr el tono, la textura, el color, el aroma y todas las características propias del vino.
Dibujaba las uvas, la molienda, a los hombres y a las mujeres con sus caras rojas; me gustaban las botellas de colores, las etiquetas, los marbetes y todo lo que tenía que ver con el vino.
Nunca me desligué de la viticultura aunque nunca quise ser catador, algo que papá habría agradecido pues decía que yo tenía buen paladar y fino olfato.
Papá dirigía a los peones cuando el capataz estaba enfermo o embriagado a causa del delicioso néctar. Entonces me contaba historias, como la de aquel joven rubio, fuerte y muy trabajador que venía solamente en tiempo de molienda pues vivía en Veracruz y amaba su tierra. Así, con lo ganado, no trabajaba el resto del año. Decía que los peones eran serios y de piel gruesa, resistente, que muchos de ellos tenían sangre africana. Creo que lo inventaba para ver mis grandes ojos, enormes, exorbitados de asombro.
Papá me envolvía con sus historias y me llevaba a las viñas y me explicaba la vida.
Pero conocí a Arturo y mi mundo cambió. Solamente tenía 14 años pero mis formas y mi precocidad delataban el torbellino de mi interior. Siempre vehemente, siempre apasionada. Poco a poco me alejé de los viñedos y de los paseos por las veredas a casa de la abuela, mas sigilosamente me escapaba durante las partidas de dominó y las tardes de verano para huir de la mano de Arturo y visitar a Julia y poder beber café fuerte y aguardiente, algo que papá habría desaprobado. Como Julia empezaba a perder la memoria y esa pérdida volaba con rapidez sorprendente, casi nunca sabia quién era yo. Se asombraba de mi visita y me confundía con mi madre, muerta poco después de mi nacimiento.
Papá siempre quiso tener un varón, un hombre que le acompañara a los viñedos y que se encargara del capataz y de los peones, alguien alto y fuerte como él. Durante algún tiempo pretendí seguir sus pasos pero el fuego que llevaba dentro me encendía como flama inextinguible. Mi pasión por el dibujo era más grande que mi gusto por los viñedos.
Lauro visitaba la vieja casona buscando a papá con pretextos estúpidos sobre las viñas, problemas inventados, lamentos de la gente, siempre se quejaban. Decían que seguían viviendo como en los tiempos de las tiendas de "raya", todos sabíamos que querían más descanso y más dinero.
Mis escapada con Arturo fueron descubiertas. Lauro fue el soplón. Secretamente me quería. Papá me prohibió ir sola al acantilado por las tardes. Temía que algo me sucediera. La gente podía dejar de respetar a la hija del patrón.

Llegué a la ciudad con poco dinero, papá no quiso apoyarme en la idea falsa de una enfermedad inventada, solo curable por médicos expertos. Visité a las tías que vivían en el sur y me quedé con ellas dos semanas. Tiempo suficiente para darme cuenta de la importancia de la independencia y la libertad. Así que me hice amiga del hijo del jardinero y le pedí ayuda para escapar de ahí. Qué sabes hacer, me dijo. Conozco de vinos y sé dibujar, contesté. Me dijo que eso no servía para nada. Me ayudó a encontrar un cuarto en las calles de Santo Domingo, en el Centro de la ciudad, y me indicó que podía hacer dibujos en papel de las caras de las personas que paseaban. A las dos semanas un hombre me dijo que tenía algo de talento pero que mis trazos eran muy torpes. Me llevó del brazo a un lugar donde yo podría estudiar. Así ingresé a la Academia San Carlos. Todos los compañeros me aventajaban. Yo tenía escasos estudios en un poblado de quien nadie había oído escuchar, con las limitaciones de la provincia y sin el contacto con los libros ni los profesores.
Me tenían como una visita, era “oyente”. No podía ser alumna regular pues no tenía la preparación. Me habían conseguido un pequeño cuarto en una azotea. A papá le habría indignado verme ahí. Le escribí cartas que nunca contestó.
Entonces vino el desplome de la irrealidad que yo vivía. Tras los tristes acontecimientos de la matanza de Tlatelolco, la escuela de San Carlos se quemó y con ella mis esperanzas de hacer una carrera como dibujante y pintora.
Tristemente regresé a casa. Escuché una docena de veces "te lo dije". Y tuve que aceptar el castigo por mi soberbia.
Arturo tenía novia y se paseaba por las tardes de la mano para que yo, muerta de rabia, recibiera otro golpe en mi dignidad. Dibujaba en papel que había traído de la ciudad con unos cuantos lápices que pronto se extinguieron.
Regresé por segunda vez a la Ciudad cuando las Olimpiadas habían pasado y con ellas se había acallado la voz de los poetas, de los artistas, del periodismo y del incipiente aparato de comunicación masiva. La honestidad y la verdad sucumbió ante la voz del poder. Los valores cambiaron. Los escritores estaban en la cárcel y desde ahí esgrimían su voz con fuerza aunque el grito era demasiado débil.
Decidí regresar a Santo Domingo y dibujar los rostros de los que pasaban por ahí. No era muy exacto mi retrato pero era rápido y gracioso, por lo que la gente me daba unos cuantos pesos. Comía cualquier cosa y tomaba el tranvía al sur, con las tías, pues no me alcanzaba para vivir sola.
Entonces conocí a Elías, un dibujante que se sentaba en la misma Plaza y que esperaba, como yo, las limosnas de los caminantes. Entramos a la iglesia y en la parte de atrás perdí la virginidad con arrebato y poco fuego. No tuve al menos la oportunidad de mirarle a la cara. Hoy, ya no recuerdo su aroma. Lo dibujé varias veces en mi imaginación pero el tiempo y el dolor que me causó han borrado las escasas huellas de ese incipiente amor, que hasta hace poco aún quedaban.
Tras Elías, su mejor amigo, Fausto, me dijo que me daría clases privadas. Elías aceptó como si hubiese sido mi padre o hermano mayor. Fausto me llevó a su guarida, un cuartucho de azotea como todos los lugares del centro de la ciudad en los que se hacinaban los seudoartistas. Las clases se convirtieron en seducción a la que yo cedía sin saber por qué. Fausto era grande, tenía las manos gruesas, como del campo. Me miraba siempre cuando hacíamos el amor, no decía nada.
Papá contestaba algunas de mis cartas a casa de las tías. No me preguntaba nada, simplemente contaba lo que pasaba como queriendo tener un interlocutor o como si la voz del papel sustituyera nuestra comunicación de tantos años. Nunca se quejaba. Es el hombre más fuerte que he conocido y también a quien más he amado.
Tras Fausto siguió Pedro, quien hacia caricatura. Era un joven muy talentoso, poseedor de una gracia inigualable. Llegaba a las reuniones en el cuartucho de Fausto y tocaban guitarra hasta el amanecer. Yo no fumaba y bebía poco pero el humo de la mariguana me envolvía como a los demás. Ahí, en casa de Fausto, Pedro y yo hacíamos el amor, frente a los otros, era normal. A veces sentía los labios de Fausto. Elías solo miraba.
Daniela se unió al grupo, había estado en San Carlos pero ella odiaba la Plaza de Santo Domingo, decía que eso era denigrante. Entonces se empezó a hablar de Marx y de la apuesta por el comunismo que hicieran Diego Rivera y Frida Kahlo, así como muchos pintores. El mundo parecía estar cambiando. A mí todo eso me parecía que iba contra las normas de la vida. Papá era algo que podía ser llamado un terrateniente. Mi niñez no había sido como la de estos chicos de la ciudad, hijos de asalariados. Cuando me preguntaban sobre mí, yo decía que era hija de un jardinero. Eso era más decente.
Daniela me enseñó los secretos del carbón y la mejor utilización de sus contrastes. Tenía unas manos hermosas, blancas y suaves. Un día le pedí que me dejara dibujarlas.
Daniela decía que el cambio debíamos ejercerlo los artistas, los intelectuales. Yo me perdía en las pláticas, no sabía de lo que estaban hablando, no me interesaba leer, tenía poca cultura, además mi mundo había sido otro, yo no estaba en contra de los poderosos, no tenía motivos.

Sucedió lo que tenía que suceder por las condiciones poco higiénicas en las que vivía y la mala comida. Tuve altas fiebres por una infección que me llevó a conocer los sanatorios de salud pública. Fue atroz. Me sentí débil, creí que moría. Pensaba en la fortaleza de mi abuela Julia y en la leche recién ordeñada de la cabra. Pensaba en el acantilado y la cara me ardía aún más, ahora por vergüenza.
Luego de mi recuperación decidí visitar a papá. Se veía bien. Seguía alto y fuerte, con más canas y menos pelo, un poco digamos ligeramente encorvado pero era el mismo. Supongo que le alegró mucho verme pues sus ojos se rozaron levemente, luego pestañeaba como no queriendo aceptar el hecho de la alegría por mi visita. Me contó que Lauro se había casado. Que los capataces ya no respetaban nada ni a nadie y que los peones escaseaban. La uva era buena en una temporada y mala en dos o tres: mal signo. Hizo un cocido especial para mí, se entristeció de verme flaca y demacrada. Le dije de las tías y su bondad. Se quedó mirando fijo. Alicia, casi nunca me llamaba por mi nombre, tu abuela esta muy enferma, está completamente sorda y casi paralítica.
Al día siguiente a mi llegada corrí por la vereda hacia el acantilado. Pensé que quizá yo debería construir ese puente del que tanto hablaba para no esperar ese tiempo muerto de la marea. No resistí y cruce por las rocas, pero mi cuerpo estaba débil, ya no era la rolliza jovencita que hacia malabares en las piedras y los alternaba con los jugueteos de Arturo. Casi caía cuando alguien llegó a mi rescate.
Entré desesperada a buscar a Julia. Ahí estaba en su mecedora, el olor a orín de gato era penetrante. Me reconoció al instante lo cual me sorprendió y asustó. Parecía un poco fuera de este mundo.
Como estás, abuela, le pregunté. Siempre me has dicho Julia. Y después de eso no hablo más. Seguía meciéndose y su mecedora, creo, continuó moviéndose por la fuerza del viento pues ella estaba tan pequeña que no pesaba nada.
Salí corriendo bañada en llanto. Me quedé dormida y papá me dijo al llegar que Julia estaba bien. Creo que de vez en cuando la visita la muerte, no te preocupes. Estará bien.
Regresé a la Ciudad y me encontré con un panorama distinto, Daniela no hablaba de Marx, al contrario, un turista canadiense se enamoró de sus retratos, de sus manos y de su cuerpo y la invitó a irse a vivir con él a Quebec. Estaba estudiando francés y parecía toda una burguesita.
No me sorprendí, yo nunca había entendido esa idea socialista. La relación del arte con el socialismo solamente la entiendo como el abrazo comunitario a cualquier ser humano. El arte es el intento de compartir la belleza que tiene el artista en su interior. Pero, claro, es una utopía.
Daniela me animó, vente con nosotros, vamos a conseguir un pasaporte para ti. Le dije que no estaba preparada, le conté de Guerrero Negro y las viñas. Ya me parecía que tú no eras hija de un jardinero. Bien calladito lo tenías, eres una rica hacendada.
No entendí sus palabras. Las diferencias sociales nunca han sido mi fuerte.

Visité a Daniela un par de ocasiones. La primera en una exposición colectiva que organizó Elías. Su compañera, como él la llamaba, era curadora de arte y eligió las obras. De las mías solo una, me sentía inferior pues todos llevaban al menos cuatro. Rafaela, la curadora, decía que era un buen principio. Paul, el marido de Daniela, fue uno de los patrocinadores. La inauguración fue interesante, algo completamente inusual para mí. Varios de los ahí presentes preguntaron por mi obra. Se trataba del acantilado y de un puente ficticio que construí para visitar a Julia. Al final del puente estaba yo, pequeña, rodeada de margaritas. Las gaviotas daban luz a ese paisaje que presumía lluvioso y gris, solo resaltaba el blanco de las margaritas y las gaviotas, el rojo de los picos de las aves y de mi corazón, que pinté fuera de mi cuerpo. Lo llamé "Puente sobre aguas turbulentas". A pesar del éxito no se vendió. Se lo envié a papá y no obtuve respuesta alguna. Sin embargo, lo vi en la sala de la casa cuando vine al funeral de Julia.
Yo no hablaba francés, por supuesto, así que me perdí de casi todo lo que ahí sucedía.
Se acercó a mí un hombre bastante atractivo y al darse cuenta de mi desconocimiento del francés, me habló en inglés, lengua que yo dominaba por los constantes tratos de mi padre con los norteamericanos. Los dos aprendimos el idioma sin darnos cuenta. Desde luego que mi gramática y pronunciación eran malas pero me manejaba bien.
Daniela se acercó a mí y me dijo que yo era un dechado de virtudes escondidas. Me tomó del brazo y me dijo al oído: le gustas, es el dueño de la galería. Eso me inquietó pero decidí probar el vino que ahí servían.
¿Qué le parece?, me dijo Robert Lamaitre. Es bueno, aunque le falta cuerpo, es afrutado y seco, ¿qué cosecha es?
Ese breve comentario sirvió para que Lamaitre se interesara por mí, pero no por mi obra, lo cual me hizo sentir cierta decepción pues todos los compañeros vendían uno o dos cuadros.
Recibí la invitación a cenar de Lamaitre, quien me pidió que lo llamara Robert y que le contara de mí. No quise hablar de los viñedos de papá. Terminamos juntos en una habitación de lujo del hotel de enfrente. Era un hombre maduro, al parecer conocedor de arte. Ya en la intimidad me atreví a preguntarle por mi obra. Me dijo que era näive. En ese momento no entendí, ¿infantil?, pensé. Más tarde comprendí el término y los tantos y famosos pintores que han desarrollado ese género. Me gusta pensar que mi trabajo tiene ausencia de artificialidad aunque al parecer es poco sofisticado también.
Regresé a México con una bella perla colgante, regalo de Lamaitre.
Luego de dos años visité a Daniela en el invierno. Me dijo que era extraordinario, que helaba, y como a mí me gustaban esos vientos fríos, estaba segura de que me encantaría. Daniela se sentía sola. Vivía en una linda casa con jardín, era como extraída de una película o del dibujo de un libro. Paseamos y me llevó de compras. Daniela se sorprendía de mi falta de deseo por poseer cosas. La invité, entonces, a Guerrero Negro. Se asombró por esa invitación que nunca, en años, le había hecho a nadie.
Estuve una semana, vi un par de veces a Lamaitre. Hicimos el amor en una cabañita congelada por fuera con deliciosa temperatura interior. Era como la de mi abuela, pero en otro contexto. Le conté del acantilado. Dijo entender ahora mi obra. Le mostré algunos bocetos que había hecho en ese tiempo y decidió “adoptarme”. Me prometió llevarme a la escuela de bellas artes y hacer de mí una buena pintora. No le di esperanzas.

Regresé a la Ciudad de México. Ya no vivía en el Centro. Alquilé una pieza en la casa de una familia en la colonia Roma. Seguía dibujando y recibiendo el dinero que papá me mandaba para poder vivir sin problemas. Yo no necesitaba mucho.
Entonces conocí a Alessandro. Descubrí el amor en sus pupilas, me dejé llevar por el influjo de sus ojos, su voz, su carisma. Me llevaba a exposiciones y museos, quería que yo me nutriera de arte. Así descubrí el color.
Alessandro era pintor. Tenía un estudio frente al Parque de San Jacinto en la colonia en la que yo vivía. Era un bello ático, pequeño, soleado, no había lujos ni excentricidades, justo era lo que yo necesitaba, así que me mudé con él y fui una especie de musa. Me pintó desnuda en mil posiciones, todo era luz, color, vino, alegría. Hacer el amor con Alessandro era como tocar el firmamento.
Y recibí la carta del capataz donde decía que papá estaba muy grave. No dudé un segundo. Alessandro quiso acompañarme pero yo no me podía permitir hacerle eso a papá.
Viajé a mi pueblo y tardé más de lo acostumbrado. Ya no había trenes, tuve que hacer un tramo a caballo. Cómo era posible que los trenes de México desaparecieran. Íbamos en retroceso. Tras la huelga de los trabajadores el gobierno decidió pagar a todos una cantidad “razonable” de indemnización en lugar de aumentar los salarios. Miles de personas se quedaron sin empleo, algunos de por vida. Vaya decisión. Dejaba en muy malas condiciones a muchos lugares alejados de las ciudades, tal era el caso de mi Guerrero Negro. Luego vinieron pistas de aterrizaje y autobuses pero ese tiempo muerto nunca se recuperó.
Papá estaba muy débil. Se había empequeñecido, algo que no soporté. Salí corriendo al acantilado pero la cabaña estaba en ruinas. Julián, el capataz, me contó que papá tuvo que vender los viñedos, que la uva era cada vez de menor calidad y que los “gringos” ya no querían comprar ni vino ni uva. El gran viñedo se había venido abajo. Papá, sin tierras y sin nada que sembrar, se fue hacia un precipicio del cual no saldría.
Qué bueno que estás aquí, Alicia, me dijo. Abre el cajón de la cómoda, el de abajo, ahí están los papeles de la casa y las pocas tierras que nos quedan. No eres rica pero tampoco te he arruinado.
Sus palabras me dolieron más que la ausencia de Julia, más que el puente ficticio que palpitaba en mi memoria y que nunca construí, más que la infección que casi me llevaba a la muerte, más que el estupro perpetrado por Elías detrás de la iglesia.
Tras la muerte de papá ya nada era igual. Comprendí que mi vida estaba siempre llena porque él me daba la fuerza y la integridad. Ahora me desmoronaba.
Hubo poca gente en el funeral. Los capataces sabían que papá había sido un buen hombre y le querían pero los peones como iban y venían no existían en realidad. La realidad era algo que yo no conocía. Siempre viví cobijada por el gran amor de papá.

Regresé a México solamente para comunicarme con Daniela. Regalé lo poco que tenía en la pieza que aún conservaba. Fui a despedirme de Alessandro y para mi sorpresa había cambiado de musa. Tenía unos dibujos en su estudio que me gustaban mucho y los recogí. Le di un beso de despedida, finalmente me había enseñado mucho. Hice un atado con mis escasas pertenencias. Llamé a Daniela y le dije: te necesito.
Me mudé a la hacienda. Limpié la casa como nunca en vida de papá lo había hecho. Los pocos empledos que aún quedaban morirían en la casa. Papá los había protegido para el resto de sus vidas. Cambié todo con el dinero de papá, hice un gran estudio para pintar y dejé una habitación pequeña para dormir.
Así fue como llegó Daniela. Me encontró entre la pintura y el arreglo. La invité a visitar la cabaña de la abuela, la cual ya había remodelado. No sé por qué tenía ahora ese deseo de hacer las cosas que nunca había hecho en mi vida.
Daniela se sorprendió, me dijo que jamás habría imaginado algo tan moderno. Le conté mi vida en un par de horas. No había mucho que contar. Mi vida había tenido tantos espacios vacíos que no se podían llenar con palabras.
Fuimos a la cabaña y casi al llegar, Daniela estalló en llanto y grandes sollozos. Dijo que era igualito a mi pintura, no lo podía creer. Yo había hecho construir un puente, tal como el que imaginé.
Entramos y vimos la mecedora aún meciéndose por el viento.
La decoración de la cabaña era similar a la de Lamaitre. Tenía un tinte canadiense. Daniela estaba feliz, radiante. Bebimos el vino predilecto de papá pues guardaba las mejores botellas de cada cosecha en el sótano. Degustamos los quesos de cabra, los fiambres de la región, puse música y bailamos la bella melodía “Puente sobre aguas turbulentas”.

Susana Arroyo-Furphy