A Raúl H. Fierros, conocedor
del vino y del amor, con cariño.
Corría el año de 1960, papá y yo caminábamos por aquellas
veredas que nos conducían, irremediablemente, a los acantilados en la
inmediaciones de la vieja cabaña de la abuela. El cielo estaba tan limpio y
brillante que parecía hecho de jacintos atrapados en un ramo. Entonces papá
dijo que un cielo sin nubes era como una mujer sin picardía.
Pronto nos encontramos frente a la cara rugosa de Julia,
la diminuta mujer que siempre hablaba de guerras y desolación. Su rostro cenizo
lo revivía todo detrás de esos ojos minúsculos y aún traviesos. Papá era el
hijo menor y el único que religiosamente la visitaba. Sin grandes posesiones y
rodeada de gatos, veía a través de borrosas ventanas y gruesas gafas el arribo
agreste de las gaviotas y los cuervos. De cuando en cuando un león marino venía
a aposentarse justo frente a su cabaña, en las rocas. Julia lo miraba
desafiante.
Las enormes piedras resistían el golpe desbordante de las
olas. En ocasiones debíamos esperar hasta que la marea nos cediera el acceso.
Siempre pensé que la construcción de un puente vendría bien para evitar la constante
larga espera. Sin embargo, nos venía bien a papá y a mí un tiempo para la contemplación.
En esos casos nos sentábamos a esperar, casi no hablábamos pues la voz se habría
perdido entre el ruido del agua estampada en las rocas.
Guerrero Negro no era en ese entonces el lugar que más
tarde se convertiría en un espacio visitado por turistas. Era un pequeño poblado
con más atraso que muchos lugares del país. No había nada que fuera
interesante, solo la belleza espectacular de ese mar y su horizonte; la visita
frecuente de las ballenas cuyo canto era un lamento continuado y estremecedor
hacía de los mares un paisaje insuperable.
No sé si el gusto por el dibujo se despertó en mí con el
canto intenso de las ballenas o con el acantilado y las gaviotas. Dibujaba
todo, a veces en la tierra, en el aire.
Cuando naces cerca de las ballenas, siempre estarás
triste, decía Julia. Papá solo movía la cabeza. Le decía a Julia que esta niña
estaba en el limbo, que sus dibujos eran siempre los mismos: la abuela en la
mecedora, el acantilado, las gaviotas, las ballenas.
Con Julia el tiempo se detenía. Papá comentaba los últimos
acontecimientos de la viña y la anciana se mecía mirando al infinito. Parecía
no escuchar o no entender pero de cuando en cuando hacía una intervención que
imaginaba yo certera pues papá asentía. Julia fumaba un puro negro que apenas cabía
en su pequeña boca. Todo en ella era breve, excepto su puro.
Bebíamos café bien cargado. Julia nos ofrecía unas
galletitas cuyo sabor aún tiene registrado mi cerebro. A mí me daba un vaso de
leche que venía derramándose de la cocina. Si yo espetaba, me hacía una señal
con la cual yo no podía hacer nada pues los gatos harían el resto.
Luego regresábamos silbando algunas de las viejas
canciones que papá aún recordaba. Me contaba cómo había conocido a Venustiano
Carranza y cómo se realizó ese movimiento bélico que luego llamaron Revolución
y que dejaría en mayor atraso económico a nuestro empobrecido país.
De eso ya han pasado más de cinco décadas.
Yo procuraba ir de la mano de papá. Él, de cuando en
cuando me soltaba y decía que lo mejor del mundo era la independencia. Así,
creo, aprendí a ser mayor.
Una de las razones por las que quise vivir en la ciudad
fue justamente por esa declarada independencia de la que siempre se me hablaba.
Los grandes se reunían para celebrar diferentes
festividades mientras los pequeños de todas las edades compartíamos la vida y
la niñez, esa etapa que regresa a mi memoria como un boomerang lanzado sin
querer.
En esos tiempos la provincia era remanso de familias y
amigos, compartir el gusto por el descanso y las partidas de dominó hasta
entrada la noche, proveían de esperanza para ganar en la siguiente ronda, lo
cual se repetía indefectiblemente cada viernes.
Papá llegaba de los viñedos ya entrada la tarde. Siempre traía
cajas de uvas en tiempo de cosecha. Disfrutamos todas las variedades con las
que se intentaron hacer crecer las cepas francesas y alemanas.
No puedo olvidar las veces que lo acompañaba, en día sábado,
a supervisar la molienda, en ese entonces con botas. Hombres y mujeres bailaban
sin música pero con gran ritmo esperando exprimir hasta la última gota. Luego,
los kilos y kilos de azúcar, los litros y litros de alcohol puro de noventa y
seis grados para lograr el tono, la textura, el color, el aroma y todas las características
propias del vino.
Dibujaba las uvas, la molienda, a los hombres y a las
mujeres con sus caras rojas; me gustaban las botellas de colores, las
etiquetas, los marbetes y todo lo que tenía que ver con el vino.
Nunca me desligué de la viticultura aunque nunca quise
ser catador, algo que papá habría agradecido pues decía que yo tenía buen
paladar y fino olfato.
Papá dirigía a los peones cuando el capataz estaba
enfermo o embriagado a causa del delicioso néctar. Entonces me contaba
historias, como la de aquel joven rubio, fuerte y muy trabajador que venía
solamente en tiempo de molienda pues vivía en Veracruz y amaba su tierra. Así,
con lo ganado, no trabajaba el resto del año. Decía que los peones eran serios
y de piel gruesa, resistente, que muchos de ellos tenían sangre africana. Creo
que lo inventaba para ver mis grandes ojos, enormes, exorbitados de asombro.
Papá me envolvía con sus historias y me llevaba a las
viñas y me explicaba la vida.
Pero conocí a Arturo y mi mundo cambió. Solamente tenía
14 años pero mis formas y mi precocidad delataban el torbellino de mi interior.
Siempre vehemente, siempre apasionada. Poco a poco me alejé de los viñedos y de
los paseos por las veredas a casa de la abuela, mas sigilosamente me escapaba
durante las partidas de dominó y las tardes de verano para huir de la mano de
Arturo y visitar a Julia y poder beber café fuerte y aguardiente, algo que papá
habría desaprobado. Como Julia empezaba a perder la memoria y esa pérdida
volaba con rapidez sorprendente, casi nunca sabia quién era yo. Se asombraba de
mi visita y me confundía con mi madre, muerta poco después de mi nacimiento.
Papá siempre quiso tener un varón, un hombre que le
acompañara a los viñedos y que se encargara del capataz y de los peones,
alguien alto y fuerte como él. Durante algún tiempo pretendí seguir sus pasos
pero el fuego que llevaba dentro me encendía como flama inextinguible. Mi
pasión por el dibujo era más grande que mi gusto por los viñedos.
Lauro visitaba la vieja casona buscando a papá con
pretextos estúpidos sobre las viñas, problemas inventados, lamentos de la
gente, siempre se quejaban. Decían que seguían viviendo como en los tiempos de
las tiendas de "raya", todos sabíamos que querían más descanso y más
dinero.
Mis escapada con Arturo fueron descubiertas. Lauro fue el
soplón. Secretamente me quería. Papá me prohibió ir sola al acantilado por las
tardes. Temía que algo me sucediera. La gente podía dejar de respetar a la hija
del patrón.
Llegué a la ciudad con poco dinero, papá no quiso
apoyarme en la idea falsa de una enfermedad inventada, solo curable por médicos
expertos. Visité a las tías que vivían en el sur y me quedé con ellas dos
semanas. Tiempo suficiente para darme cuenta de la importancia de la
independencia y la libertad. Así que me hice amiga del hijo del jardinero y le pedí
ayuda para escapar de ahí. Qué sabes hacer, me dijo. Conozco de vinos y sé
dibujar, contesté. Me dijo que eso no servía para nada. Me ayudó a encontrar un
cuarto en las calles de Santo Domingo, en el Centro de la ciudad, y me indicó
que podía hacer dibujos en papel de las caras de las personas que paseaban. A
las dos semanas un hombre me dijo que tenía algo de talento pero que mis trazos
eran muy torpes. Me llevó del brazo a un lugar donde yo podría estudiar. Así
ingresé a la Academia San Carlos. Todos los compañeros me aventajaban. Yo tenía
escasos estudios en un poblado de quien nadie había oído escuchar, con las
limitaciones de la provincia y sin el contacto con los libros ni los
profesores.
Me tenían como una visita, era “oyente”. No podía ser
alumna regular pues no tenía la preparación. Me habían conseguido un pequeño
cuarto en una azotea. A papá le habría indignado verme ahí. Le escribí cartas
que nunca contestó.
Entonces vino el desplome de la irrealidad que yo vivía.
Tras los tristes acontecimientos de la matanza de Tlatelolco, la escuela de San
Carlos se quemó y con ella mis esperanzas de hacer una carrera como dibujante y
pintora.
Tristemente regresé a casa. Escuché una docena de veces
"te lo dije". Y tuve que aceptar el castigo por mi soberbia.
Arturo tenía novia y se paseaba por las tardes de la mano
para que yo, muerta de rabia, recibiera otro golpe en mi dignidad. Dibujaba en
papel que había traído de la ciudad con unos cuantos lápices que pronto se
extinguieron.
Regresé por segunda vez a la Ciudad cuando las Olimpiadas
habían pasado y con ellas se había acallado la voz de los poetas, de los
artistas, del periodismo y del incipiente aparato de comunicación masiva. La
honestidad y la verdad sucumbió ante la voz del poder. Los valores cambiaron.
Los escritores estaban en la cárcel y desde ahí esgrimían su voz con fuerza
aunque el grito era demasiado débil.
Decidí regresar a Santo Domingo y dibujar los rostros de
los que pasaban por ahí. No era muy exacto mi retrato pero era rápido y
gracioso, por lo que la gente me daba unos cuantos pesos. Comía cualquier cosa
y tomaba el tranvía al sur, con las tías, pues no me alcanzaba para vivir sola.
Entonces conocí a Elías, un dibujante que se sentaba en
la misma Plaza y que esperaba, como yo, las limosnas de los caminantes.
Entramos a la iglesia y en la parte de atrás perdí la virginidad con arrebato y
poco fuego. No tuve al menos la oportunidad de mirarle a la cara. Hoy, ya no
recuerdo su aroma. Lo dibujé varias veces en mi imaginación pero el tiempo y el
dolor que me causó han borrado las escasas huellas de ese incipiente amor, que
hasta hace poco aún quedaban.
Tras Elías, su mejor amigo, Fausto, me dijo que me daría
clases privadas. Elías aceptó como si hubiese sido mi padre o hermano mayor.
Fausto me llevó a su guarida, un cuartucho de azotea como todos los lugares del
centro de la ciudad en los que se hacinaban los seudoartistas. Las clases se
convirtieron en seducción a la que yo cedía sin saber por qué. Fausto era
grande, tenía las manos gruesas, como del campo. Me miraba siempre cuando
hacíamos el amor, no decía nada.
Papá contestaba algunas de mis cartas a casa de las tías.
No me preguntaba nada, simplemente contaba lo que pasaba como queriendo tener
un interlocutor o como si la voz del papel sustituyera nuestra comunicación de
tantos años. Nunca se quejaba. Es el hombre más fuerte que he conocido y también
a quien más he amado.
Tras Fausto siguió Pedro, quien hacia caricatura. Era un
joven muy talentoso, poseedor de una gracia inigualable. Llegaba a las
reuniones en el cuartucho de Fausto y tocaban guitarra hasta el amanecer. Yo no
fumaba y bebía poco pero el humo de la mariguana me envolvía como a los demás.
Ahí, en casa de Fausto, Pedro y yo hacíamos el amor, frente a los otros, era
normal. A veces sentía los labios de Fausto. Elías solo miraba.
Daniela se unió al grupo, había estado en San Carlos pero
ella odiaba la Plaza de Santo Domingo, decía que eso era denigrante. Entonces
se empezó a hablar de Marx y de la apuesta por el comunismo que hicieran Diego
Rivera y Frida Kahlo, así como muchos pintores. El mundo parecía estar cambiando.
A mí todo eso me parecía que iba contra las normas de la vida. Papá era algo
que podía ser llamado un terrateniente. Mi niñez no había sido como la de estos
chicos de la ciudad, hijos de asalariados. Cuando me preguntaban sobre mí, yo decía
que era hija de un jardinero. Eso era más decente.
Daniela me enseñó los secretos del carbón y la mejor utilización
de sus contrastes. Tenía unas manos hermosas, blancas y suaves. Un día le pedí
que me dejara dibujarlas.
Daniela decía que el cambio debíamos ejercerlo los
artistas, los intelectuales. Yo me perdía en las pláticas, no sabía de lo que
estaban hablando, no me interesaba leer, tenía poca cultura, además mi mundo
había sido otro, yo no estaba en contra de los poderosos, no tenía motivos.
Sucedió lo que tenía que suceder por las condiciones poco
higiénicas en las que vivía y la mala comida. Tuve altas fiebres por una infección
que me llevó a conocer los sanatorios de salud pública. Fue atroz. Me sentí débil,
creí que moría. Pensaba en la fortaleza de mi abuela Julia y en la leche recién
ordeñada de la cabra. Pensaba en el acantilado y la cara me ardía aún más,
ahora por vergüenza.
Luego de mi recuperación decidí visitar a papá. Se veía
bien. Seguía alto y fuerte, con más canas y menos pelo, un poco digamos
ligeramente encorvado pero era el mismo. Supongo que le alegró mucho verme pues
sus ojos se rozaron levemente, luego pestañeaba como no queriendo aceptar el
hecho de la alegría por mi visita. Me contó que Lauro se había casado. Que los
capataces ya no respetaban nada ni a nadie y que los peones escaseaban. La uva
era buena en una temporada y mala en dos o tres: mal signo. Hizo un cocido
especial para mí, se entristeció de verme flaca y demacrada. Le dije de las tías
y su bondad. Se quedó mirando fijo. Alicia, casi nunca me llamaba por mi
nombre, tu abuela esta muy enferma, está completamente sorda y casi paralítica.
Al día siguiente a mi llegada corrí por la vereda hacia
el acantilado. Pensé que quizá yo debería construir ese puente del que tanto
hablaba para no esperar ese tiempo muerto de la marea. No resistí y cruce por
las rocas, pero mi cuerpo estaba débil, ya no era la rolliza jovencita que
hacia malabares en las piedras y los alternaba con los jugueteos de Arturo.
Casi caía cuando alguien llegó a mi rescate.
Entré desesperada a buscar a Julia. Ahí estaba en su
mecedora, el olor a orín de gato era penetrante. Me reconoció al instante lo
cual me sorprendió y asustó. Parecía un poco fuera de este mundo.
Como estás, abuela, le pregunté. Siempre me has dicho
Julia. Y después de eso no hablo más. Seguía meciéndose y su mecedora, creo,
continuó moviéndose por la fuerza del viento pues ella estaba tan pequeña que
no pesaba nada.
Salí corriendo bañada en llanto. Me quedé dormida y papá
me dijo al llegar que Julia estaba bien. Creo que de vez en cuando la visita la
muerte, no te preocupes. Estará bien.
Regresé a la Ciudad y me encontré con un panorama
distinto, Daniela no hablaba de Marx, al contrario, un turista canadiense se
enamoró de sus retratos, de sus manos y de su cuerpo y la invitó a irse a vivir
con él a Quebec. Estaba estudiando francés y parecía toda una burguesita.
No me sorprendí, yo nunca había entendido esa idea
socialista. La relación del arte con el socialismo solamente la entiendo como
el abrazo comunitario a cualquier ser humano. El arte es el intento de
compartir la belleza que tiene el artista en su interior. Pero, claro, es una utopía.
Daniela me animó, vente con nosotros, vamos a conseguir
un pasaporte para ti. Le dije que no estaba preparada, le conté de Guerrero
Negro y las viñas. Ya me parecía que tú no eras hija de un jardinero. Bien
calladito lo tenías, eres una rica hacendada.
No entendí sus palabras. Las diferencias sociales nunca
han sido mi fuerte.
Visité a Daniela un par de ocasiones. La primera en una exposición
colectiva que organizó Elías. Su compañera, como él la llamaba, era curadora de
arte y eligió las obras. De las mías solo una, me sentía inferior pues todos
llevaban al menos cuatro. Rafaela, la curadora, decía que era un buen
principio. Paul, el marido de Daniela, fue uno de los patrocinadores. La inauguración
fue interesante, algo completamente inusual para mí. Varios de los ahí presentes
preguntaron por mi obra. Se trataba del acantilado y de un puente ficticio que construí
para visitar a Julia. Al final del puente estaba yo, pequeña, rodeada de
margaritas. Las gaviotas daban luz a ese paisaje que presumía lluvioso y gris,
solo resaltaba el blanco de las margaritas y las gaviotas, el rojo de los picos
de las aves y de mi corazón, que pinté fuera de mi cuerpo. Lo llamé
"Puente sobre aguas turbulentas". A pesar del éxito no se vendió. Se
lo envié a papá y no obtuve respuesta alguna. Sin embargo, lo vi en la sala de
la casa cuando vine al funeral de Julia.
Yo no hablaba francés, por supuesto, así que me perdí de
casi todo lo que ahí sucedía.
Se acercó a mí un hombre bastante atractivo y al darse
cuenta de mi desconocimiento del francés, me habló en inglés, lengua que yo
dominaba por los constantes tratos de mi padre con los norteamericanos. Los dos
aprendimos el idioma sin darnos cuenta. Desde luego que mi gramática y
pronunciación eran malas pero me manejaba bien.
Daniela se acercó a mí y me dijo que yo era un dechado de
virtudes escondidas. Me tomó del brazo y me dijo al oído: le gustas, es el
dueño de la galería. Eso me inquietó pero decidí probar el vino que ahí
servían.
¿Qué le parece?, me dijo Robert Lamaitre. Es bueno,
aunque le falta cuerpo, es afrutado y seco, ¿qué cosecha es?
Ese breve comentario sirvió para que Lamaitre se
interesara por mí, pero no por mi obra, lo cual me hizo sentir cierta decepción
pues todos los compañeros vendían uno o dos cuadros.
Recibí la invitación a cenar de Lamaitre, quien me pidió
que lo llamara Robert y que le contara de mí. No quise hablar de los viñedos de
papá. Terminamos juntos en una habitación de lujo del hotel de enfrente. Era un
hombre maduro, al parecer conocedor de arte. Ya en la intimidad me atreví a
preguntarle por mi obra. Me dijo que era näive.
En ese momento no entendí, ¿infantil?, pensé. Más tarde comprendí el término y
los tantos y famosos pintores que han desarrollado ese género. Me gusta pensar
que mi trabajo tiene ausencia de artificialidad aunque al parecer es poco
sofisticado también.
Regresé a México con una bella perla colgante, regalo de
Lamaitre.
Luego de dos años visité a Daniela en el invierno. Me
dijo que era extraordinario, que helaba, y como a mí me gustaban esos vientos
fríos, estaba segura de que me encantaría. Daniela se sentía sola. Vivía en una
linda casa con jardín, era como extraída de una película o del dibujo de un libro.
Paseamos y me llevó de compras. Daniela se sorprendía de mi falta de deseo por poseer
cosas. La invité, entonces, a Guerrero Negro. Se asombró por esa invitación que
nunca, en años, le había hecho a nadie.
Estuve una semana, vi un par de veces a Lamaitre. Hicimos
el amor en una cabañita congelada por fuera con deliciosa temperatura interior.
Era como la de mi abuela, pero en otro contexto. Le conté del acantilado. Dijo
entender ahora mi obra. Le mostré algunos bocetos que había hecho en ese tiempo
y decidió “adoptarme”. Me prometió llevarme a la escuela de bellas artes y
hacer de mí una buena pintora. No le di esperanzas.
Regresé a la Ciudad de México. Ya no vivía en el Centro.
Alquilé una pieza en la casa de una familia en la colonia Roma. Seguía dibujando
y recibiendo el dinero que papá me mandaba para poder vivir sin problemas. Yo
no necesitaba mucho.
Entonces conocí a Alessandro. Descubrí el amor en sus
pupilas, me dejé llevar por el influjo de sus ojos, su voz, su carisma. Me
llevaba a exposiciones y museos, quería que yo me nutriera de arte. Así
descubrí el color.
Alessandro era pintor. Tenía un estudio frente al Parque
de San Jacinto en la colonia en la que yo vivía. Era un bello ático, pequeño,
soleado, no había lujos ni excentricidades, justo era lo que yo necesitaba, así
que me mudé con él y fui una especie de musa. Me pintó desnuda en mil
posiciones, todo era luz, color, vino, alegría. Hacer el amor con Alessandro
era como tocar el firmamento.
Y recibí la carta del capataz donde decía que papá estaba
muy grave. No dudé un segundo. Alessandro quiso acompañarme pero yo no me podía
permitir hacerle eso a papá.
Viajé a mi pueblo y tardé más de lo acostumbrado. Ya no
había trenes, tuve que hacer un tramo a caballo. Cómo era posible que los
trenes de México desaparecieran. Íbamos en retroceso. Tras la huelga de los
trabajadores el gobierno decidió pagar a todos una cantidad “razonable” de
indemnización en lugar de aumentar los salarios. Miles de personas se quedaron
sin empleo, algunos de por vida. Vaya decisión. Dejaba en muy malas condiciones
a muchos lugares alejados de las ciudades, tal era el caso de mi Guerrero Negro.
Luego vinieron pistas de aterrizaje y autobuses pero ese tiempo muerto nunca se
recuperó.
Papá estaba muy débil. Se había empequeñecido, algo que
no soporté. Salí corriendo al acantilado pero la cabaña estaba en ruinas. Julián,
el capataz, me contó que papá tuvo que vender los viñedos, que la uva era cada
vez de menor calidad y que los “gringos” ya no querían comprar ni vino ni uva.
El gran viñedo se había venido abajo. Papá, sin tierras y sin nada que sembrar,
se fue hacia un precipicio del cual no saldría.
Qué bueno que estás aquí, Alicia, me dijo. Abre el cajón
de la cómoda, el de abajo, ahí están los papeles de la casa y las pocas tierras
que nos quedan. No eres rica pero tampoco te he arruinado.
Sus palabras me dolieron más que la ausencia de Julia,
más que el puente ficticio que palpitaba en mi memoria y que nunca construí,
más que la infección que casi me llevaba a la muerte, más que el estupro
perpetrado por Elías detrás de la iglesia.
Tras la muerte de papá ya nada era igual. Comprendí que
mi vida estaba siempre llena porque él me daba la fuerza y la integridad. Ahora
me desmoronaba.
Hubo poca gente en el funeral. Los capataces sabían que
papá había sido un buen hombre y le querían pero los peones como iban y venían
no existían en realidad. La realidad era algo que yo no conocía. Siempre viví
cobijada por el gran amor de papá.
Regresé a México solamente para comunicarme con Daniela.
Regalé lo poco que tenía en la pieza que aún conservaba. Fui a despedirme de
Alessandro y para mi sorpresa había cambiado de musa. Tenía unos dibujos en su
estudio que me gustaban mucho y los recogí. Le di un beso de despedida,
finalmente me había enseñado mucho. Hice un atado con mis escasas pertenencias.
Llamé a Daniela y le dije: te necesito.
Me mudé a la hacienda. Limpié la casa como nunca en vida
de papá lo había hecho. Los pocos empledos que aún quedaban morirían en la
casa. Papá los había protegido para el resto de sus vidas. Cambié todo con el
dinero de papá, hice un gran estudio para pintar y dejé una habitación pequeña
para dormir.
Así fue como llegó Daniela. Me encontró entre la pintura
y el arreglo. La invité a visitar la cabaña de la abuela, la cual ya había
remodelado. No sé por qué tenía ahora ese deseo de hacer las cosas que nunca
había hecho en mi vida.
Daniela se sorprendió, me dijo que jamás habría imaginado
algo tan moderno. Le conté mi vida en un par de horas. No había mucho que
contar. Mi vida había tenido tantos espacios vacíos que no se podían llenar con
palabras.
Fuimos a la cabaña y casi al llegar, Daniela estalló en
llanto y grandes sollozos. Dijo que era igualito a mi pintura, no lo podía
creer. Yo había hecho construir un puente, tal como el que imaginé.
Entramos y vimos la mecedora aún meciéndose por el
viento.
La decoración de la cabaña era similar a la de Lamaitre.
Tenía un tinte canadiense. Daniela estaba feliz, radiante. Bebimos el vino
predilecto de papá pues guardaba las mejores botellas de cada cosecha en el
sótano. Degustamos los quesos de cabra, los fiambres de la región, puse música
y bailamos la bella melodía “Puente sobre aguas turbulentas”.
Susana Arroyo-Furphy