En mis brazos
Ligia desfallecía en mis
brazos. Era como un ángel con esa débil mirada perdida.
Su rostro blanco como el de
una geisha que contenía una sonrisa
que parecía la de un ángel, aunque yo nunca he visto ni veré a los ángeles pero
su leve mueca de alegría me embargaba.
Ligia, mi Ligia. Aquí,
ahora, en mí, en todo su esplendor. Apenas cabía en mis brazos de tan pequeña –¿se
empequeñecía...?
Poco a poco su bello rostro
se tornaba azulado, verduzco, como el de un muerto. Pero yo, que no la quería
separar de mí, pensaba: “estás en mis brazos, ¡oh Señor!”
Tu cuerpo de tan pesado
había dejado casi dormido mi brazo izquierdo, el brazo que te sostenía. El
derecho no dejaba de hacerte caricias por la cara, los labios, los párpados
semimuertos, la piel que tibia desaparecía de esa tibieza, las uñas, las
pestañas, cómo te morías, Ligia, mi adorada Ligia, dentro de mí, entre mis
brazos.
Y ahora te quieren quitar
de mí, desprenderte de este cuerpo que me pertenece. Porque mía, eres. Y no sé
cómo decirles y gritar a todos que no te pueden separar de mí; que tu cuerpo,
tan mío, tan inerte, tan lívido sigue entre mis brazos.
Mi Ligia, mi amada. Dulces
son los recuerdos, tristes las despedidas. Te irás pero yo creo en el Señor.
Creo que me enseñará el camino de la reconciliación, de la fe, de no sé qué,
eso que me permitirá respirar cuando te hayas ido –ya te fuiste- para siempre.
Y sigues aquí, Ligia, en
mis brazos…
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