La uña enterrada
Nada menos poético y falto de lirismo que una uña enterrada, pero nada más incómodo, molesto y que le persigue a uno como una sombra de por vida.
De niño tuve que llevar zapatos especiales por lo cual los chicos del barrio y del cole se burlaban de mí. Yo, ni aún con esos adefesios, podía vivir alejado del terrible mal que me aquejaría siempre. De adolescente no pude jugar al fútbol ni correr, hacer sentadillas era de lo más molesto. Esquivé la clase de gimnasia cuanto pude y las horas de recreo las pasaba conversando con las niñas, de ahí que me pusieran motes como afeminado o muchos más.
Cómo se puede hacer una vida normal con algo ramplón y engorroso, sin poder hablarlo con alguien pues se lo toman a uno a burla, es algo tan nimio que, vaya, no es al menos tema de conversación.
Viví, pues, con la uña enterrada y sufrí el inmenso dolor que solamente quien lo tiene puede entender. No se trata de atardeceres rojos, de los colores del arco iris cuando la furtiva lluvia o tras la tormenta va pintando el sol en su escaso resplandor, no es melancolía ni saudade, es franco dolor y molestia perenne al caminar, nada bueno de imaginar. Quizá por eso no caminé mucho, no descubrí, no conocí ciudades de techos rosados o zoológicos con extraños animales importados del África o de Australia, no supe de fiestas y bailes, de brincos que hacen sudar. Yo sudaba con mi andar cansino.
Por desgracia, tuve que enrolarme en el ejército y para mi mala suerte me mandaron a combatir en una guerra de la cual jamás entendí nada. No sabía realmente lo que hacía ahí, ¡vamos!, ni siquiera sabía en qué país estaba. Me llegó un telegrama -ya sé, eso fue en el pasado cuando existían los telegramas-, decía claramente que debía presentarme a las 4:00 de la mañana en el lugar citado a recoger mi uniforme. No había problema con la talla, los calzoncillos eran grandes pues yo era un poco escuálido, nada era importante para mí; solo esas botas que calcé durante varios meses y que me hacían aullar -en silencio- por los dolores que experimentaba con las uñas enterradas, cada vez más y más enterradas. Sacaba las botas y los calcetines de sangre seca y fresca se confundían con mis lágrimas que corrían en hilos cuajados de dolor. Habría preferido enfrentarme a un dragón.
Una vez hablé con el cabo que estaba al mando. Se rio de mí, claro, me dijo: “hay cosas peores en la guerra, muchacho”, me golpeó la espalda tan fuerte que di un brinco. Entonces advirtió mi escasa condición física y llamó a un superior. Al poco tiempo me trasladaron de regreso a casa. Por fortuna, poco supe de la guerra, no detonaron bombas o granadas en mis oídos y aún ahora, en esta vejez y en esta cama a la que me encuentro confinado, escucho perfectamente.
En el ejército aprendí que la gente es supersticiosa, muchos hablaban de lo que estaba ya en el destino, yo solamente oía atento. Así que, al salir del ejército, me di a la búsqueda de alguien que leyera mi futuro, que me dijera cuál sería mi suerte. Un compañero me dio una dirección que no me quedaba lejos, fui a ver a la cartomanciana, quien me vio llegar y de inmediato reconoció mi andar pausado y lastimero. Al leer el Tarot me dijo que en mi pasado hubo un accidente en las piernas o en los pies. Entonces deduje que mentía. Seguí indagando, las medicinas y los especialistas en pies no ayudaban, nada resolvía el problema.
Tuve una afección en un riñón y me hospitalizaron. Ahí conocí a un ex combatiente del cuartel en el que yo me encontraba. No tenía un a pierna. Me dijo que yo era afortunado. Le creí.
Al conversar con él le conté aquello del destino y me dijo que el Tarot no era preciso, que yo necesitaba la baraja de verdad, la española. “El Tarot es francés, dicen muchas tonterías”.
Pensé que si los remedios no me ayudaban, tal vez alguien vería en mí algo más que un pobre hombre de uña enterrada.
Y el tiempo pasó, me he hecho viejo, aquí estoy ahora, en esta cama sin poder moverme, solo, sin amigos, esposa o amante, nadie me visita, ya no camino, pero de vez en cuando la sombra de la uña enterrada me visita, inclemente.
Susana Arroyo-Furphy
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