martes, 5 de enero de 2021

COYOTE, ¿AMERICANO YO?

 

Coyote, ¿americano yo?

Susana Arroyo-Furphy

 

El vuelo de Los Ángeles a México con frecuencia me traía sorpresas. El aeropuerto de la ciudad de Los Ángeles siempre me ha parecido un mercado ruidoso y maloliente. Por fin dejaba esos pasillos viejos y con suciedad añeja. Al parecer al gobierno de los Estados Unidos no le importa dar una buena imagen a los viajeros. ¿Será porque la mayoría son mexicanos o latinoamericanos?

En la fila para registrar la maleta escuché a una mujer detrás de mí conversar con el marido y burlarse de la manera como viajan “estas personas”. Se refería a las mujeres que registraban cajas en mal estado, canastas y bolsas de plástico. El personal, creo, ya estaba acostumbrado. Miré a la mujer con desdén y con seguridad ella advirtió que le decía en la mirada “yo te entiendo”, pero le dio igual. El trayecto se presumía con paisanos y con norteamericanos que viajan a México por ser barato. Luego, la aduana. Me imaginé que quizá así sería Wall Street, todos gritando al mismo tiempo. Con la diferencia de que aquí nos gritaban a nosotros, los pasajeros: “quitarse los zapatos”, “caminar rápido”, “un solo objeto”, “tirar lo demás”. La pléyade ya consabida de sugerencias, recomendaciones u órdenes. Al dirigirme a la sala de Aeroméxico pensé que regresar a México, aunque fuera de visita, significaba recuerdos, emociones, múltiples pensamientos, mi niñez, el agradable clima de la Ciudad de México, la comida y sobre todo mi familia y mis amigos.

Nuevamente filas, revisiones prolijas que mantienen a todos expectantes, a veces el silencio absoluto de quien acepta su condición de pasajero sumiso, a veces la mirada con cierto temor en mis conciudadanos pues se encuentran -o encontraban- de este lado del Río Bravo de manera ilegal. Sin embargo, y más tarde me enteraría, no hay objeción alguna cuando quieren regresar a su patria.

Así, tras varias dificultades y contratiempos, finalmente encontré mi asiento de “pasillo” pues me permite moverme un poco. Reconocí el origen de mi compañero de fila, él estaba en el asiento de la ventana y el de en medio se quedó siempre vacío. Tras unos minutos del despegue alcancé a ver su rostro cuyas gotas de sudor, quizá por el miedo a volar, fueron tornándose en una sonrisa de satisfacción. No soy vidente, pero creo que su mirada dejaba ver sus recuerdos con placidez y quizá imaginar que vería a los suyos y comería su comida y estaría rodeado de su tierra, amable y otrora pródiga. La asistente de vuelo nos entregó las formas migratorias. De nuevo percibí la angustia en mi compañero de viaje. Me miró fijamente. Le devolví la mirada con una sonrisa. Me miró y ahora fijó su mirada en el papel que nos fue entregado. Yo ya me encontraba llenando el mío con ayuda de mi pasaporte y el bolígrafo que siempre me acompaña. Le pregunté si quería mi bolígrafo. Asintió. Rápidamente llené los datos y le alargué el objeto cuando, evitando aceptarlo, me miró de nuevo. Pensé: “no sabe escribir”. Entonces le ofrecí ayuda y él respondió que sí.

–¿Me permite su pasaporte para anotar los datos? –le dije.

–No tengo –contestó.

–¿Perdón? ¿No tiene pasaporte? –dije con auténtico asombro.

–No.

–¿Y cómo viaja?, ¿cómo se identifica?

–Con esto, nos dejan regresar a México con esto –y me alargó su credencial del Instituto Federal Electoral, a la cual llamamos IFE por las iniciales, o credencial para votar–. Tomé la credencial, atónita, escribí su nombre: Gabriel Ramos, y su lugar de origen: Chilpancingo, la capital del estado de Guerrero. Al terminar de llenar la forma me sentí con la confianza de querer saber, de indagar, así que le pregunté cómo hacía para ir a los Estados Unidos sin pasaporte. Y entonces me explicó sobre los “coyotes”:

–Tenemos que esperar algún tiempo cuando llegamos a México. Un amigo o un primo nos dice cuando el “coyote” está listo. Entonces eso quiere decir que el otro “coyote” también está listo.

Le interrumpí:

–Pero, ¿por qué hay dos “coyotes”? ¿Cómo funciona eso?

–El “coyote” de México nos lleva hasta la frontera, no es del pueblo, sepa Dios de dónde es. Tenemos que pagarle cinco mil pesos. Él se sabe los caminos y les da “mordida”[1] a los que manejan las trocas, nos dan algo de comer y agua; todo eso incluye esos cinco mil. Tenemos que viajar ligeros, casi no llevamos nada porque cuando hay que correr, ‘pos hay que correr. Luego, ya en la frontera, nos recoge el “coyote” gringo.  A ese “coyote” le pagamos ocho mil. Ese “coyote” es el importante porque nos reparte adonde hay trabajo para nosotros.

–¿Entonces el segundo “coyote” es un ciudadano norteamericano? –pregunté.

–Sí, es güero. A ese no le entendemos nada, nos habla con señas.

Antes de continuar con su relato Gabriel tragó saliva, se le rozaron los ojos de un llanto muy leve, casi imperceptible. Creo que cuando un hombre ha llorado mucho en sus adentros, sabe cómo ocultar sus emociones. Y continuó: –El problema es si el güero no llega pronto. A veces tenemos que esperar varios días y ocultarnos como podamos, pasamos mucha hambre y sed, mucha sed. Ahí sí, si nos agarran no debemos decir nada. Y ‘pos ni podemos decir nada porque no sabemos nada. A mí no me han agarrado, pero a otros sí. Yo corro muy rápido. Gabriel continuó con su relato y lo mezcló con la emoción de la historia de la hija de 15 años.

–Cumplió 15 años hace dos meses, pero hasta ahora pude venir. Haremos una fiesta grande con mucha comida y bebida –y reía, ahora a carcajadas.

–Extraña a su familia, ¿verdad?

–Mucho, mucho, sí –seguía riendo y a veces, quizá, llorando un poco.

–¿Y piensa regresar a los Estados Unidos?

–‘Pos sí. Esperaré a los “coyotes”.





[1] “Mordida” es una especie de propina o pago.

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