Coyote, ¿americano yo?
Susana Arroyo-Furphy
El vuelo de Los Ángeles a México con frecuencia me traía
sorpresas. El aeropuerto de la ciudad de Los Ángeles siempre me ha parecido un
mercado ruidoso y maloliente. Por fin dejaba esos pasillos viejos y con
suciedad añeja. Al parecer al gobierno de los Estados Unidos no le importa dar
una buena imagen a los viajeros. ¿Será porque la mayoría son mexicanos o
latinoamericanos?
En la fila para registrar la maleta escuché a una mujer
detrás de mí conversar con el marido y burlarse de la manera como viajan “estas
personas”. Se refería a las mujeres que registraban cajas en mal estado,
canastas y bolsas de plástico. El personal, creo, ya estaba acostumbrado. Miré
a la mujer con desdén y con seguridad ella advirtió que le decía en la mirada
“yo te entiendo”, pero le dio igual. El trayecto se presumía con paisanos y con
norteamericanos que viajan a México por ser barato. Luego, la aduana. Me
imaginé que quizá así sería Wall Street, todos gritando al mismo tiempo. Con la
diferencia de que aquí nos gritaban a nosotros, los pasajeros: “quitarse los
zapatos”, “caminar rápido”, “un solo objeto”, “tirar lo demás”. La pléyade ya
consabida de sugerencias, recomendaciones u órdenes. Al dirigirme a la sala de
Aeroméxico pensé que regresar a México, aunque fuera de visita, significaba
recuerdos, emociones, múltiples pensamientos, mi niñez, el agradable clima de
la Ciudad de México, la comida y sobre todo mi familia y mis amigos.
Nuevamente filas, revisiones prolijas que mantienen a
todos expectantes, a veces el silencio absoluto de quien acepta su condición de
pasajero sumiso, a veces la mirada con cierto temor en mis conciudadanos pues
se encuentran -o encontraban- de este lado del Río Bravo de manera ilegal. Sin
embargo, y más tarde me enteraría, no hay objeción alguna cuando quieren
regresar a su patria.
Así, tras varias dificultades y contratiempos, finalmente
encontré mi asiento de “pasillo” pues me permite moverme un poco. Reconocí el
origen de mi compañero de fila, él estaba en el asiento de la ventana y el de
en medio se quedó siempre vacío. Tras unos minutos del despegue alcancé a ver
su rostro cuyas gotas de sudor, quizá por el miedo a volar, fueron tornándose
en una sonrisa de satisfacción. No soy vidente, pero creo que su mirada dejaba
ver sus recuerdos con placidez y quizá imaginar que vería a los suyos y comería
su comida y estaría rodeado de su tierra, amable y otrora pródiga. La asistente
de vuelo nos entregó las formas migratorias. De nuevo percibí la angustia en mi
compañero de viaje. Me miró fijamente. Le devolví la mirada con una sonrisa. Me
miró y ahora fijó su mirada en el papel que nos fue entregado. Yo ya me
encontraba llenando el mío con ayuda de mi pasaporte y el bolígrafo que siempre
me acompaña. Le pregunté si quería mi bolígrafo. Asintió. Rápidamente llené los
datos y le alargué el objeto cuando, evitando aceptarlo, me miró de nuevo.
Pensé: “no sabe escribir”. Entonces le ofrecí ayuda y él respondió que sí.
–¿Me permite su pasaporte para anotar los datos? –le dije.
–No tengo –contestó.
–¿Perdón? ¿No tiene pasaporte? –dije con auténtico
asombro.
–No.
–¿Y cómo viaja?, ¿cómo se identifica?
–Con esto, nos dejan regresar a México con esto –y me
alargó su credencial del Instituto Federal Electoral, a la cual llamamos IFE
por las iniciales, o credencial para votar–. Tomé la credencial, atónita, escribí
su nombre: Gabriel Ramos, y su lugar de origen: Chilpancingo, la capital del
estado de Guerrero. Al terminar de llenar la forma me sentí con la confianza de
querer saber, de indagar, así que le pregunté cómo hacía para ir a los Estados
Unidos sin pasaporte. Y entonces me explicó sobre los “coyotes”:
–Tenemos que esperar algún tiempo cuando llegamos a
México. Un amigo o un primo nos dice cuando el “coyote” está listo. Entonces
eso quiere decir que el otro “coyote” también está listo.
Le interrumpí:
–Pero, ¿por qué hay dos “coyotes”? ¿Cómo funciona eso?
–El “coyote” de México nos lleva hasta la frontera, no es
del pueblo, sepa Dios de dónde es. Tenemos que pagarle cinco mil pesos. Él se
sabe los caminos y les da “mordida”[1] a
los que manejan las trocas, nos dan algo de comer y agua; todo eso incluye esos
cinco mil. Tenemos que viajar ligeros, casi no llevamos nada porque cuando hay
que correr, ‘pos hay que correr. Luego, ya en la frontera, nos recoge el
“coyote” gringo. A ese “coyote” le
pagamos ocho mil. Ese “coyote” es el importante porque nos reparte adonde hay
trabajo para nosotros.
–¿Entonces el segundo “coyote” es un ciudadano norteamericano?
–pregunté.
–Sí, es güero. A ese no le entendemos nada, nos habla con
señas.
Antes de continuar con su relato Gabriel tragó saliva, se
le rozaron los ojos de un llanto muy leve, casi imperceptible. Creo que cuando
un hombre ha llorado mucho en sus adentros, sabe cómo ocultar sus emociones. Y
continuó: –El problema es si el güero no llega pronto. A veces tenemos que
esperar varios días y ocultarnos como podamos, pasamos mucha hambre y sed,
mucha sed. Ahí sí, si nos agarran no debemos decir nada. Y ‘pos ni podemos
decir nada porque no sabemos nada. A mí no me han agarrado, pero a otros sí. Yo
corro muy rápido. Gabriel continuó con su relato y lo mezcló con la emoción de
la historia de la hija de 15 años.
–Cumplió 15 años hace dos meses, pero hasta ahora pude
venir. Haremos una fiesta grande con mucha comida y bebida –y reía, ahora a
carcajadas.
–Extraña a su familia, ¿verdad?
–Mucho, mucho, sí –seguía riendo y a veces, quizá,
llorando un poco.
–¿Y piensa regresar a los Estados Unidos?
–‘Pos sí. Esperaré a los “coyotes”.
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