Las hormigas
Susana Arroyo-Furphy
Todo lo que deseo o quiero encontrar está ahí, en
este moderno aparato electrónico que hace las veces de compañero ideal pues
aunque de cuando en cuando se queja, nunca me grita si bien exige ciertos
cuidados. Así que, como decía, me dispuse a ordenar mi lugar de trabajo, mi
lugar de trabajo pues por desgracia no todo está en el ordenador, también tengo
una taza de café siempre cerca de mí, del lado izquierdo del teclado pues del
lado derecho tengo el “mouse” o ratón y no quiero estropear algo importante si llegara
a derramar algunas gotas. A veces traigo conmigo un par de galletas para sopear
en el café pues me encanta hacerlo y creo que me relaja un poco, debido a la
tensión diaria.
Tengo, además, varios juegos de gafas ya que mi
vista ha decidido cansarse por las tardes y sufrir el agudo astigmatismo por
las mañanas, por lo cual se encuentran diseminados algunos estuches y
limpia-gafas, esas telitas cortadas siempre en la orilla de la misma forma con
unas tijeras estriadas, para evitar que se deshilache el paño.
Los únicos compañeros de batallas que acompañan a
mi ordenador son los papelitos de colores con pegamento, llamados post-it que a veces utilizo, en caso de
extra-anotación. Tengo de varios colores, amarillo, rosa, naranja, verde y
negro, para el cual poseo un lápiz color plata que me recuerda la psicodelia de
los años ’70.
Hay una lámpara que tiene cierto estuche colgado
hecho de tela que me trajera mi amiga Sue de la India, es lo que llaman batik y me lo obsequió para contribuir
con la gama de estuches para gafas, pero yo lo uso para colgar papelitos de
colores como recordatorios urgentes. Esa bolsita-estuche, cuelga de la lámpara
y así tengo todo a la mano.
Un día me visitó uno de los autores de la guía y se
apiadó de mi cojín del ratón, llamado pad,
así que me ha regalado uno muy bello con un castillo que me parece es de
Alemania, de Schwetzingen, pues tiene la forma de las grandes y soberbias
construcciones casi cilíndricas que bordean el Rin.
Detrás del monitor de la derecha (tengo dos para
editar), se encuentra una pila más o menos ordenada de libros y revistas que
consulto como ayuda a mi trabajo; y detrás del de la izquierda está el
micrófono y la cámara que uso cuando me tengo que comunicar con mis clientes.
Sobre la unidad de procesamiento de mi ordenador (CPU) tengo algunas
fotografías de familia, un calendario y un viejo sacapuntas con forma de barco
que es, realmente, el único adorno de este lugar.
Los últimos objetos que quiero enumerar son: una
cajita, en la cual guardo tarjetas de los clientes, una vieja libretita de
direcciones, un espejito para ocasiones de emergencia (?) y algunos recibos
pendientes de pago; una libretita roja con elefantes grises de la marca
“kukuxumusu” que me alegra las tantas horas de trabajo y los CD’s con mi música
preferida, un ipod nano para cuando
me aburre la música preferida, y los auriculares.
Decidí limpiar cada objeto y retirar las cosas a
las que ya no doy ningún uso. Pensé que debía conservar todo pues era y es mi
mundo. Aquí paso más de ocho horas al día y he vivido así los últimos cinco
años. Mi contacto con la gente y el mundo es a través de mi ordenador. Debo
estar aquí, sentada, en buena postura y tratar de levantarme al menos cada dos
horas. El médico me ha dicho que lo debo hacer cada 20 minutos y me hizo
comprar un dispositivo que enciende una luz de alerta al cumplirse ese tiempo,
pero me ponía muy nerviosa y no dejaba de verlo, así que decidí desecharlo.
La limpieza de mi escritorio me ha llevado varios
días pues he decidido invertir la posición de los monitores y del CPU,
solamente por diversión. Cuando llevé a cabo este proceso encontré un pequeño
agujero debajo de la unidad. No le di importancia pues el escritorio es viejo y
está parcialmente apolillado, así que continué con mi labor.
Al día siguiente tenía varios mensajes de clientes
y amigos pero preferí dejarlos para más tarde, de lo contrario mi labor de
organización nunca acabaría. Al filo del mediodía terminé, sonriente, y me
preparaba al trabajo fecundo y creativo (eso me decía a mí misma para
animarme). Decidí salir a comer antes de continuar o empezar con el trabajo de
edición, y al regresar encontré que la pila de libros y revistas que había
colocado en el lugar donde se encontraba antes el CPU estaba llena de hormigas.
¡Cuál sería mi sorpresa y desagrado al mirar de
color negro mi taza de café! De inmediato la cogí y la llevé a lavar pero en el
trayecto salían de la taza invadiendo mi mano y el antebrazo, me horroricé y la
dejé caer para sacudirme de ellas. Muchas quedaron atrapadas en el fondo de la
taza pero muchas recorrieron parte de mi cuerpo. Luego de haberme liberado de
los minúsculos bichos, revisé cada uno de los libros y revistas, pensé que
habría quedado un trozo de pan o dulce entre las hojas.
Mi trabajo esa tarde fue poco productivo, la idea
de ser invadida por esos insectos me tenía molesta y desconcentrada. Esa tarde
me fui temprano a casa, no quise salir con mis amigos de los martes pues me
sentiría un poco tonta hablándoles de mi incidente “hormigueril”.
Laura me llamó por la noche mientras yo veía la
televisión y me preguntó si estaba enferma, le dije que estaba cansada y tenía
ganas de estar en casa, que había hecho limpieza en la oficina. Laura también
veía la televisión en ese momento, pero en diferente canal y entonces dijo:
-¿Estás viendo la tele?
-Sí -respondí.
-¿Ves las hormigas?
-¿Qué?, ¿de qué hablas? -repliqué con asombro.
-En el canal 5 hay un documental sobre hormigas -me
dijo.
No sé de qué más hablamos después, pero por
supuesto que yo no vería el documental de las hormigas. No entendía por qué
esta Laura me invitaba a ver algo así, aunque, claro, ella no sabía que yo
había tenido una especie de invasión hormiguera.
No cené. Traté de conciliar el sueño pues tendría
mucho trabajo pendiente al otro día. “Todos estos días haciendo limpieza, para
nada”, me decía.
De repente, el televisor se encendió y yo me senté
a ver lo que había ahí. Eran ellas, las hormigas, eran unos monstruos enormes,
perfectos, me miraban y sonreían, me llamaban con una de sus patas, se frotaban
las antenas como diciendo: “estás en nuestras manos”, o quizá dirían: “en
nuestras antenas”. Daba igual. Yo temblaba, quería apagar el televisor y no
podía. Una de ellas se acercó demasiado a la superficie de plasma y la rompió,
logrando así liberar a los cientos de miles que venían detrás de ella formando
varias líneas. Eran negras pero las líderes eran más grandes y de color marrón,
parecían soldados, todas uniformes.
Al día siguiente desperté con esa sensación del
sueño-pesadilla-realidad. Por si las dudas, revisé el televisor, me cercioré de
que la superficie estuviera completa. Noté un pequeño orificio en la esquina
inferior izquierda pero no pensé que fuera algo serio, de cualquier forma,
pasaría a la tienda de aparatos electrónicos donde había comprado mi Sony.
Alberto me resolvería las dudas al respecto.
No voy a negar que tenía cierto temor al llegar a
la oficina. El edificio es viejo y los dueños del piso, por ser amigos de mis
padres, me han rentado una habitación con baño. Ellos casi nunca están, suelen
pasar el invierno en lugares de sol como casi todos los viejos; creo que es una
buena costumbre eso de llegar a viejo y decidir donde uno quiera estar.
Toqué el timbre desde abajo como siempre lo hago
pues nunca sé si los señores están en casa y doña Matilde teme que algún ladrón
pueda abrir la puerta y entrar, así que subí las escaleras despacio esperando
que abrieran. Realmente lo deseaba. No me gustaba tener compañía, por lo
general, ya que mi trabajo requiere de silencio y concentración. Escucho música
solamente cuando puedo relajarme un poco, de lo contrario me encuentro en
absoluto silencio. Por esa razón, acepté el ofrecimiento de los señores Durán
para establecer ahí mi oficina pues aunque está en el centro de la ciudad, las
paredes son gruesas y si no se abre la ventana, no hay ruido del exterior.
Entré con cierto sigilo. Nunca he sido una persona
miedosa, vivo sola desde hace muchos años y trabajo sola, tengo amigas y amigos
con quienes comparto reuniones y fiestas pero todos somos así, vivimos a
nuestro ritmo.
La puerta se abrió con lentitud, se escucharon
ciertos rechinidos propios de la madera de los lugares viejos. Caminé hacia mi
cuarto-oficina y encontré todo en perfecto orden por lo cual me alegré. Pensé:
“esas plagas suelen ir y venir, por fortuna las mías se han ido”. Y me dediqué
al trabajo pendiente y al nuevo que seguía llegando por internet.
Después de tres horas de no haberme levantado más
que a tomar un vaso de agua, descubrí una línea delgada que se acercaba a mi
teclado. Me puse unas de las tantas gafas que tengo para las diversas horas del
día y ahí estaban ellas, las hormigas, invadiéndome de nuevo.
Respiré profundo, no deshice la línea y seguí su
camino en retroceso. Quería saber de dónde venían. Los libros estaban
impregnados de ellas, cada página tenía 10 o 20 que corrían alocadas a
distintos puntos de las hojas en cuanto las abría, así que decidí dejar los
libros en paz. Los recogí todos como una gran pila, los coloqué en el suelo y
puse mi atención en el agujero. De ahí venían una a una laboriosa, penosamente,
luego de haber recorrido un túnel. Fui por la linterna, la cual sé que los
señores Durán tienen a la entrada y la usan cuando no hay energía eléctrica, y
dirigí la luz hacia adentro del pequeño túnel.
Después de una maniobra extraña, tratando de
penetrar más y más al lugar de los hechos, me introduje, sin querer, en mi
propio escritorio, las hormigas pasaban junto a mí, me olían, se frotaban las
antenas y seguían su paso como si estuviesen hipnotizadas, como si siguieran
órdenes infranqueables.
Yo caminaba con mi linternita, la cual se había
hecho diminuta como las pequeñas hormigas que viajaban cerca de mi teclado. Las
seguía sin encontrar un fin, caminé y caminé, luego corrí, me cansé, descansé,
desperté sentada en el suelo, volví a caminar; las hormigas seguían en fila,
marchando, junto a mí.
Al llegar al final del camino, luego de varios días
y varias noches, y lo sé porque hubo viento, lluvia, sol, nubes negras,
oscuridad –afortunadamente yo tenía siempre mi linternita– amaneceres, atardeceres rojos; tenía sed, calor,
frío, comezón, cansancio y miedo, mucho miedo. Al final encontré lo que había
ahí, era una hormiga gigante, gorda, color marrón brillante, con ojos de sapo.
Me miró y se reía de mí, se comía a las hormigas pequeñas, yo formaba ahora
parte de una línea de regreso: se cerraba el círculo. Pero entonces me salí de
la fila, yo no estaba hipnotizada, no me comería semejante alimaña, así que
corrí de regreso, perdí mi linternita, pero imaginaba el camino. La hormiga
gigante me detuvo y era de mi tamaño cuando yo era entonces del tamaño de una
persona normal. Me estrujó con sus patas retorciendo sus antenas, me sacudió
con fuerza, pero yo logré liberarme. La hormiga me detenía con las filosas uñas
de sus patas cuando yo intentaba subir por el túnel que sabía me llevaría al
agujero de mi escritorio, el cual taparía inmediatamente en cuanto llegara a la
superficie; en esos momentos pensaba: “usaré relleno para madera, o mastique,
el que se usa para los vidrios, o cemento y cal, lo que sea para tapar el
agujero”.
Hoy desperté en mi habitación, relajada, contenta
por haber recuperado mi forma y mi vida. El televisor no tenía ningún agujero,
la pantalla de plasma estaba lisa, perfecta. Decidí darme un baño tibio y
disfrutar de la normalidad. Pensé que la gente no valora el hecho de ser
normal. Sonreía y movía la cabeza negándome a mí misma lo sucedido: todo había
sido un terrible sueño cuando, al quitarme la ropa, descubrí mi cuerpo lleno de
pequeñas heridas.
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